Los peces mayores comen a los más chicos, los desperdicios de unos son alimento para otros y toda su riqueza descansa sobre la sutil interacción entre diminutos animales –los corales– cuyos esqueletos dan protección y soporte físico a los demás, y sus pares vegetales, que a fuerza de fotosíntesis convierten sol en biomasa.
La selva tropical es igual. Su riqueza no está en la tierra, sino en la trama de mamíferos, aves, insectos, vegetales y microbios, que viven juntos y revueltos en los grandes árboles. Cuando el bosque se corta, la biomasa se cosecha como aparente riqueza –maderas finas y pieles de animales– pero tras una bonanza temprana lo que queda es incapaz de sostener un cultivo sin fertilizantes.
Este empobrecimiento –pasar de riqueza autosostenida, a bonanza extractiva, luego a monocultivo y devastación final– sirve bien para entender lo que ha pasado con la gestión de las radiofrecuencias en Guatemala. La posibilidad de transmitir información –sonidos, imágenes, datos y demás– a través de las ondas de radio, y las leyes que regulan su uso, son para el caso la matriz en que se puede fundar un fértil ecosistema. Las grandes empresas de telecomunicaciones que dan acceso global, los cableros, fabricantes de antenas, vendedores de computadoras, programadores de software, cafés-Internet, proveedores de mantenimiento, escuelas digitales y servicios de tele-medicina son apenas algunas de las muchas “especies” que agregan valor social y privado en un ambiente que propicie su interrelación sostenible.
En contraste, hasta aquí la gestión de radiofrecuencias se ha parecido a la depredación. La vigorosa privatización y desregulación que impulsó Arzú hace 15 años, produjo considerable bonanza. Los precios de las llamadas cayeron y los celulares se convirtieron en artículo de consumo básico. Muchos nos hemos beneficiado, incluyendo las empresas telefónicas.
Sin embargo, la falta de previsión y la voracidad dieron al traste con las opciones de riqueza y diversidad sostenibles, al apostar por la “extracción” para unos pocos. Mucho se ha dicho sobre el remate a precios de quemazón que fue la subasta de radiofrecuencias en ese tiempo. Menos reconocido es que en ese remate se fue todo el bosque –tanto lo que debía venderse, como lo que debía permanecer intacto para el público. ¿Sabía usted que al conectar un dispositivo Bluetooth, en sentido estricto infringe la ley, pues el derecho a la radiofrecuencia que usan tales equipos fue vendida a un propietario privado? ¿Sabía usted que las radiofrecuencias que en otros países quedan a disposición del Estado para atender necesidades sociales, como la interconexión de escuelas y servicios de salud, también quedaron en manos de un mejor (mal) postor? ¿Está consciente que hay radiofrecuencias no usadas en 15 años, que tampoco pueden ser recuperadas, pues las concesiones y la propia Ley de Telecomunicaciones se escribieron de tal forma que es casi imposible demostrar el no-uso? Son auténticos baldíos.
Hoy decrecen radicalmente las posibilidades de producción del ecosistema comunicacional. Urge introducir Internet en las escuelas, conectar las municipalidades y recolectar datos en puestos de salud, pero todo debe hacerse pagando caramente y al menudeo servicios que podrían ser casi gratuitos, y de paso generar muchos otros negocios de alto valor para el desarrollo local. Habiendo dejado las radiofrecuencias de utilidad pública –no son todas, ojo– en manos de actores privados, nos hemos pegado el tiro en el pie: cortados los árboles, ya no hay asidero para la sinergia saludable.
Esta historia de autodestrucción podría enmendarse ahora, pues comienzan a caducar los primeros contratos de concesión. Sin embargo, los hechos son poco alentadores. Ya el gobierno de Colom cedió en una primera ronda de renovaciones, confirmando el trato desventajoso a cambio de contribuciones “voluntarias” (hoy suena conocido el término en torno a la minería). Pérez Molina quiere marcar distancia con su antecesor. ¿Tendrá la valentía y el nacionalismo para no actuar igual, cuando se presenten nuevas opciones de renovación? ¿Será la Superintendencia de Telecomunicaciones un auténtico regulador, o simple pelele de algunos? Hoy nadie explota las posibilidades, nadie puede explotarlas, y todos perdemos. A menos que se haga valer el interés nacional, nos esperan otros 15 años de ventajas para muy pocos, y oportunidades perdidas para todos los demás.