Tag: gasto público

  • Cómo ganar amigos e influir en los demás (o de idiotas e «idiots»)

    La semana pasada nos dejó dos noticias que ilustran —para mal— la relación de los Estados Unidos con Guatemala. La primera es conocida y específica. La segunda, oscura, pero de alcance general y nos afecta también.

    La noticia de la que todos nos enteramos fue la torpeza de tres diputados y de un amigo del presidente al contratar una empresa de cabildeo —lobby, dicen en inglés— posiblemente para influir sobre congresistas estadounidenses y procurar el retiro del embajador de ese país, Todd Robinson. La desesperación lleva al error, y el diputado Linares Beltranena —generalmente tan sagaz como malintencionado— y sus compañeros tropezaron mal. Buena seña para quienes queremos una Guatemala más justa, pues sugiere que la presión sí afecta a los pícaros.

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  • Tras el santo grial de la eficiencia

    La eficiencia plantea una paradoja: a veces hay que gastar más para conseguir eficiencia, no menos.

    Es casi un lugar común afirmar que la administración pública es ineficiente. Con regularidad oímos decir que no solo las autoridades, sino todo el funcionariado público, son parásitos de la sociedad, sanguijuelas que malgastan recursos sin producir nada a cambio.

    Tales denuncias se acompañan con igual frecuencia de exigencias por hacer eficiente el Estado, por dejar de malgastar los pocos dineros públicos. En principio, la cosa suena razonable. Todos queremos ver bien usados los impuestos, expulsados de la cosa pública a quienes no saben manejarla y en la cárcel a quienes además son corruptos.

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  • El plomero tiene razón

    En nuestras circunstancias, exigir eficiencia como precondición para invertir es como decir que quitemos la tubería intacta de un baño para reparar las goteras de otro.

    Imagine que tiene muchos años de no invertir en la plomería de su casa. Por la noche, el gotear del lavamanos remata el insomnio. En el jardín crecen felices las plantas, bebiendo del agua que escapa de la tubería bajo tierra. Cada inodoro es un río silencioso que malbarata el líquido dichoso sin usarlo. Hay fugas por todas partes, y mes a mes las cuentas suben. Le urge hacer algo al respecto.

    Consigue un plomero. Es un tipo de a tres menos cuartillo, lo que usted está dispuesto a pagar. El plomero saca su herramienta, escarba bajo los lavaderos, empuña una pala en el jardín para destapar la cañería. Termina su evaluación y arma el presupuesto. Usted mira el número: ¡son miles de quetzales!

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  • Al oído de Vinicio Cerezo: sin más dinero esto no se enderezará

    A ese paso no importa cuánto usted mejore la eficiencia de lo que tiene y haga mejor lo que ya hace. Si le faltan los insumos clave, igual tendrá que gastar más para comprar esas cosas que hoy no tiene o simplemente estará perdiendo el tiempo.

    La mujer le pide al marido para el gasto: los niños tienen hambre y necesita plata para comprar comida. El marido responde que no. ¿Por qué habría de darle más dinero, argumenta, si es obvio que ella no sabe ni siquiera alimentar a los chicos con lo que le da?

    Tal es la perversa paradoja que enfrenta Guatemala en materia de gasto educativo. Los malos indicadores dan la excusa perfecta para quienes dicen que primero hay que mejorar la eficiencia y que ya luego podremos mejorar el volumen del gasto. Otro tanto abonan estupideces como comprar trompos promocionales sobrevalorados, que estropean aún más cualquier argumento en pro de la urgencia de invertir más en educación. Pero igual no quitan el problema.

    La creciente evidencia sugiere que, por debajo de un umbral mínimo —del que no estamos ni siquiera a distancia razonable—, el volumen del gasto en educación y el desempeño que se obtiene sí se relacionan: mientras más se gasta, mejor desempeño se obtiene. Así lo reportan en un reciente estudio Emiliana Vega, jefa de la División de Educación del Banco Interamericano de Desarrollo, y su coautora Chelsea Coffin.

    Vega y Coffin examinaron los datos del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés), la prueba internacional a la que Guatemala se sumó en 2015 y que se aplicará a los estudiantes por primera vez en 2017. Usando el desempeño en matemáticas en la secundaria como trazador, encontraron que, mientras no se llegue a un umbral de $8 000 por estudiante al año (en paridad de poder adquisitivo en dólares —$PPP—, 2010), más dinero por estudiante sí se traduce en mejor desempeño. Para ponernos en contexto, en 2013 Guatemala gastó $395.80 (en $PPP, 2011) por estudiante.

    A los dichosos que ya están arriba de los $8 000 por estudiante al año —como Bélgica, Francia, Gran Bretaña, Finlandia, Japón, Catar y otros así— sí les urge contraponer eficiencia a volumen de gasto. Los demás, como nosotros, no tenemos nada que ver con esa liga y sus problemas.

    Explico por qué. Los trompos son una muestra de muy mal juicio, cuando no de corrupción insolente que exige ser perseguida judicialmente. Pero son una lágrima en el mar. Mientras tanto, el Ministerio de Educación no tiene un centavo, ¡ni un centavo!, en su presupuesto[1] para comprar libros de texto para la secundaria. Tampoco tiene más que centavos para poner asesoría pedagógica suficiente y en todos los grados. Ni para mantener en el ciclo básico a todos los egresados de la primaria. Y la lista de faltantes crece. A ese paso no importa cuánto usted mejore la eficiencia de lo que tiene y haga mejor lo que ya hace. Si le faltan los insumos clave, igual tendrá que gastar más para comprar esas cosas que hoy no tiene o simplemente estará perdiendo el tiempo. Es como sacarle brillo al carro cuando no tiene para la gasolina. Y los textos que alimentan los cerebros de los chicos, que son la gasolina de este carro, cuestan mucho, muchísimo más que una pendeja colección de trompos o que la eficiencia pírrica que le va a sacar al Mineduc. Y la asesoría pedagógica, que es como el piloto del auto, cuesta dinero en serio, no bagatelas. Y lo mismo pasa con todo lo demás que falta porque no tiene renglón en el presupuesto, más aún porque no hay plata para pagarlo.

    Así pues, ahora que estamos a las puertas de la gran feria de la propuesta que es la séptima edición del Foro Regional Esquipulas, lleve este encargo mío a la mesa del debate, al corrillo y a la charla del café: nos urge más plata para la educación. No los ahorros de la cancelación de un contrato espurio por unos trompos idiotas, sino la plata voluminosa, la que hoy gastamos en militares rateros y minas tóxicas, el dinero que por cientos de millones se escurre por el tragante de la evasión de impuestos y por el contubernio entre gobernantes corruptos y empresarios. Yo quiero ver en el presupuesto el dinero en serio, que nos dolerá pagar, pero que es indispensable para que los niños y las niñas[2] pasen más tiempo, mucho tiempo, todo el tiempo, aprendiendo a leer, escribir, contar y pensar.

     


    [1] Esto, aparte de un préstamo del Banco Mundial que incluye textos para la Telesecundaria. Encima, me cuentan que con ese préstamo se han comprado materiales que no corresponden a la metodología de dicha modalidad educativa. A veces no entiendo por qué no tengo a mano la navaja para cortarme las venas.

    [2] Supongo que también ya se dio cuenta de que, en este país machista, un trompo es un juguete solo para los varones, ¿verdad? Hoy sí alcánceme esa navaja.

    Original en Plaza Pública

  • Verdad, religión y ejército

    A partir de allí, «necesitamos Ejército» resulta más importante que aclarar para qué.

    La verdad es la materia prima de la religión. Para dar recomendaciones sobre cómo vivir, las religiones plantean explicaciones sobre cómo piensan que son los asuntos de los dioses y de nuestra relación con ellos.

    Hoy nos hemos acostumbrado a religiones que se quedan en asuntos del espíritu. Pero en el pasado pretendían también dar explicaciones sobre la realidad material. Obispos y teólogos opinaban sin empacho acerca de si la Tierra estaba en el centro del universo o no. Aún hoy algunas religiones procuran prescribir —a sangre y fuego si hace falta— el largo del pelo, lo que se puede comer, lo que se puede dibujar y hasta quién puede tener sexo con quién.

    Sin embargo, sobre todo a partir del siglo XVI en Europa, la ciencia destronó a la religión en los asuntos materiales por una sencilla razón: en este ámbito, las explicaciones de la ciencia funcionan mejor que las de la religión. A pesar de esta obviedad, algunos se resisten aún hoy. ¿Por qué?

    Véalo desde el punto de vista del eclesiástico o del teólogo. Especialmente las grandes religiones monoteístas han hecho una apuesta sobre la verdad: aseguran que les ha sido revelada. Cuando el principal insumo del negocio es la verdad venida del cielo, no puede uno darse el lujo de estar equivocado. Entonces, la religión —cualquier religión— se ve en la necesidad de tener razón por decreto sí o sí.

    Tomado ese paso, no queda más remedio que invertir el razonamiento y desarrollar cuentos de así fue: escogida la consecuencia, se buscan causas y explicaciones que casen sin importar lo que diga la evidencia. Cuando los datos no cuadran con la explicación, se desechan los datos porque el resultado deseado ya se tiene.

    Sin embargo, no seamos tan rápidos en señalar a la religión, que esta lógica de así fue no se da solo en debates sobre ángeles y libros sagrados. En otros ámbitos más inmediatos (y por ello quizá más graves) también se practica. Un tema en el que hoy se manifiesta esa lógica perversa, que confunde fines con explicaciones y desprecia datos, es el caso del Ejército en nuestro país. Hoy queda poca duda de que nos toca revisar y reformar nuestro Estado. Pero hay quienes, ante las preguntas esenciales —qué instituciones necesitamos, cómo deben ser, para qué nos sirven, por qué y cuáles ya no tienen sentido—, al llegar al caso del Ejército, abdican del uso de la razón. Parten entonces de la apuesta axiomática de que el Ejército es necesario sin más demostración de su necesidad, ignorando la evidencia en contra y desoyendo cualquier razonamiento al respecto.

    A partir de allí, «necesitamos Ejército» resulta más importante que aclarar para qué. Poco importa la obviedad de que es un pozo sin fondo que se traga los recursos del Estado mientras que a otros sectores les falta plata. Se ignora la evidencia investigativa y jurídica que demuestra incontestablemente el papel militar en atrocidades innombrables e injustificables durante la guerra. Aunque la institución militar siga sin admitir los crímenes. Más aún sin procesar ella misma a los responsables. Ignoran los que han tomado partido por el «necesitamos Ejército» el hecho constitucional y la evidencia práctica de que las tareas de seguridad interna corresponden a la Policía y aplauden que el Ejército usurpe funciones de otros sectores, por ejemplo construyendo mobiliario escolar. Ignoran que movilizar soldados para atender desastres naturales denota falta de planificación más que idoneidad.

    Llega esa lógica torcida incluso a extremos absurdos. Me argumentaba un conocido que debemos conservar el Ejército para participar en misiones internacionales de paz. Con saltos lógicos como ese, que deja tantos elementos sin conectar, sería también prioridad tener un equipo de investigación polar y exigir una silla en el Consejo Ártico.

    Hace poco más de tres siglos le tocó a la sociedad europea llegar a la adultez intelectual, admitir que las explicaciones hermosas pero imprecisas de la vieja religión no daban cuenta de los hechos, que las personas debían hacerse responsables de las consecuencias —negativas tanto como positivas— que desencadenó el pensamiento científico.

    Hoy enfrentamos aquí un reto similar. Como sociedad debemos llegar a la adultez ética y política, admitir que el Ejército, una institución orgánicamente imbricada en el viejo orden exclusivo, violento y corrupto, ya no tiene lugar razonable en la construcción de nuestro futuro. ¿Seremos suficientes los que estemos dispuestos a asumir esa adultez para insistir en su transformación radical, cuando no su desaparición, o tendremos que seguir, eternos aniñados, viviendo bajo su tutela y su opresión?

    Original en Plaza Pública

  • Para mejorar la educación: reconocer los éxitos y cómo se consiguieron

    Encontrar soluciones eficaces exige aprender de lo que ya funcionó, y el pasado habla con elocuencia: concentrarnos obsesivamente en la secundaria, ampliar explosivamente los servicios públicos educativos en este nivel, hacerlos más eficientes.

    Para aprender importa más una buena pregunta que desvelarse buscando la mejor respuesta. Nunca más cierto que al enfrentar los retos del sector educativo.

    Vista por sus resultados, sin duda la educación tiene problemas. Ni 6 de cada 10 estudiantes completan los nueve grados que manda la Constitución. Pocos van a la preprimaria o al diversificado. Peor aún, entre los que van a la escuela, pocos aprenden algo. Menos aún aprenden a pensar.

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  • Administramos miseria

    No confundamos la infamia del ladrón con la miseria del pobre, con la miseria de nuestro Estado de pobres.

    El clasemediero vive en el dilema. Puede tenerlo todo, pero no todo a la vez. Aprende a ser frugal, pero las opciones son buenas: ir al cine o salir a cenar, tomar vacaciones o ahorrar para el carro nuevo.

    El dilema del pobre es malo. Tener algo, por poco que sea, siempre exige renunciar a otra necesidad básica. Si come, no tiene para vestir. Si consigue para el techo, sacrifica la comida y el vestido.

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