Tag: función pública

  • El ministro fiel

    El ministro fiel

    Tuvo un mal par de semanas Julio Héctor Estrada, ministro de Finanzas. No bastó que sacrificara sus proyectos de transparencia fiscal al renunciar, que igual fue señalado por tardío. Lloviendo sobre mojado, el diario La Hora lo acusó de participar en la obscenidad legislativa del #PactoDeCorruptos. Para ponerle la tapa al pomo, Nómada publicó un audio en el que se oye al ministro opinando sobre el plan indecente.

    Conozco poco a Estrada: participé en una reunión en que explicó a columnistas sus planes de reforma fiscal. Intercambié con él mensajes cuando se tomó el tiempo de leer y comentar una columna mía. Y un amigo en quien confío trabajó de cerca con él y da referencia de sus buenas intenciones.

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  • El ejército como Supermán

    ¿Cómo tragar tanto cinismo de una sola vez? Casi en un solo movimiento dejan sin recursos a la policía, y le agregan funciones inconstitucionales al ejército.

    A ver si entendí: la CICIG destapa la incapacidad del sistema de presidios para controlar los desmanes atribuidos a unos ex-militares, y la respuesta del gobierno es ¡poner al ejército a cuidar las cárceles!

    Apenas un par de días tras presentar la CICIG los resultados de su investigación sobre la red de Lima Oliva, el gobierno suscribe el Acuerdo Gubernativo 304-2014, nos dice La Hora, y ahora el ejército podrá «coordinar» con la policía nacional para controlar las prisiones. Con ironía, La Hora yuxtapone una segunda noticia en la misma página: el Ministerio de Gobernación racionará la gasolina de la PNC, pues no les alcanza para todos los autos.

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  • El diputado

    Hoy, ahora, aquí, piense lector o lectora en ese tramposo que conoce en la universidad, el trabajo, la familia o el vecindario.

    Hace década y media me estrenaba como profesor de postgrado en una universidad privada. Como no es inusual en esas circunstancias, detecté un caso de plagio entre estudiantes. El asunto era más que obvio. Dos trabajos eran prácticamente idénticos. El copión no se había tomado siquiera la molestia de modificar el texto del colega que, a sabiendas o bajo engaño le había dado su original.

    Recién regresado de formarme en una universidad gringa, donde esto del plagio es pecado mortal, no me costó tomar la decisión: un cero en la tarea para ambos involucrados. Como el copión no tenía un desempeño notable en el resto de tareas, esto significó que perdiera el curso que yo dictaba. Del que dio copia ya no recuerdo mayor cosa.

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  • ¿Servicios, derechos o funciones?

    Se me murió el caballo, justo cuando ya le había enseñado a vivir sin comer.
    El Estado, a través de instituciones como los ministerios de Salud, Educación, Comunicaciones o Gobernación, produce servicios clínicos, educativos, telefonía y carreteras o policía, entre muchos otros.

    Hay quienes ven esto como la totalidad del quehacer público, y su relación con los ciudadanos como una simple transacción comercial: pago impuestos, y con ello compro una cartera de servicios. Fácil, igual que ir a un banco o a un supermercado. Pago más, me da más; pago menos, recibo menos.

    De aquí se desprende la fórmula que sugiere que la privatización pueda ser siempre una buena solución: si hay un proveedor que me ofrezca salud, educación o policía a un precio más barato que la institución pública, ¿por qué escoger la opción más cara? Mejor privatizo, y que un proveedor especializado venda con mayor eficiencia y al mejor postor los servicios de salud, educación y demás. El gobierno de Arzú fue el más entusiasta exponente de esta visión.

    Sin embargo, la cosa es más complicada. Muchas actividades, más que “servicios”, son derechos. Recibir los beneficios de una maestra o una doctora no son simple contraparte a mi pago por sus servicios, sino una satisfacción que el Estado me debe por la simple razón de ser yo un ciudadano, así como lo son los demás, pobres o ricos. Tengo, tan solo por mi naturaleza y dignidad humanas, la expectativa de una vida decente, con oportunidades y medios para aprovecharlas. Al menos en principio, es el Estado la forma que tenemos el conjunto de ciudadanos para resolver esa expectativa.

    De esta segunda perspectiva se desprende el reconocimiento de que no siempre lo más barato es lo mejor, ni la capacidad de pago la única clave para acceder a un servicio. Ante la realidad de la desigualdad en los ingresos y las capacidades, las sociedades optan por subsidiar al más pobre a partir del más rico, o solidarizarse los mejor dotados con los menos afortunados. La Constitución enmarca esta visión, y los Acuerdos de Paz ensayaron darle más visibilidad para el caso guatemalteco.

    Sin embargo, hay una tercera dimensión en todo esto, más allá de las perspectivas del servicio y el derecho. Cuando vemos un negocio, sabemos que hay allí un dueño, quizá inversionistas, y aparte algunas personas –los empleados– que prestan los servicios de manera directa. En el caso de un hospital o un colegio privado, decimos que es “de fulano”, quien no necesariamente es médico o maestro. Curiosamente, cuando nos preguntamos dónde está el Estado, es fácil ver el servicio, pero no encontramos detrás a nadie más. Esto esconde dos hechos notables. El primero es que los “dueños” de un Estado no son sino sus propios ciudadanos (al menos cuando se trata de una democracia efectiva). El segundo es que el Estado no existe sino cuando hace cosas, cuando ejercita sus funciones.

    Entonces, el Estado no solo produce servicios, ni sólo reproduce a la sociedad en sus derechos. Además y a la vez, se reproduce a sí mismo en sus funciones. El Estado que llamamos Guatemala y del que nos consideramos ciudadanos, solo existe en la medida que se recrea en nosotros como beneficiarios de sus funciones de salud, educación, seguridad y tantas otras.

    Cuando a partir de los ochenta corrimos tras el espejismo de un servicio más barato y más eficiente en nombre de la privatización, con frecuencia negamos el derecho de los más pobres (que al fin, no tenían voz). A la vez, logramos pegarnos el tiro en el pie con gran puntería, al hacer desaparecer la función estatal. Es claro que el Estado ha dejado de existir allí donde faltan servicios para los pobres, donde no llegan las instituciones públicas y solo mandan caciques o narcos. Sin embargo, igualmente ha desparecido allí donde no hace falta usar servicios públicos, porque se tiene para comprarlos al sector privado.

    Hoy que la fortuna de los conservadores está al alza, quizá no sea casual que ya empecemos a oír nostálgicas referencias a la privatización de funciones clave como la educación, a pesar del radical anacronismo que ello implica, visto más allá del contexto guatemalteco. El problema es que ante la inexistencia práctica de Guatemala en muchas áreas de la vida, y las crecientes invitaciones al cambio a partir de los ciudadanos, ello exige creer en la magia como recurso de política. Pedir hoy más privatización es ponerse en la situación del arriero tonto: “se me murió el caballo, justo cuando ya le había enseñado a vivir sin comer”.

    Original en Plaza Pública

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