Pensar que el mercado lo resuelve todo, o que del capitalismo saldremos como quien se quita una camisa sucia, es tan ingenuo como querer verle los pies al divino rostro.
Al capitalismo del siglo XXI le urgen reformas profundas. Caducó el balance entre trabajadores, empresarios y Estado, construido desde las primeras huelgas decimonónicas hasta la segunda posguerra mundial.
El conflicto en dos siglos parió un Estado vigilante, un capitalismo regulado y una ciudadanía industrial con derechos. Pero en nombre de la globalización se desdibujaron los bordes del Estado, se olvidaron los pactos y creció la necesidad de revisar el contrato. Vinieron los primeros reclamos a final de la década de 1990, pero fueron sofocados astutamente en nombre del antiterrorismo después de 2001. La catástrofe financiera de 2008 volvió a poner el tema sobre el tapete. Por más que los bancos se afanan en decirnos que agregan un valor descomunal a las economías, ya no les creemos. Pero no sabemos quién se sentará a la mesa a renegociar el pacto (¿cuál mesa, cuál pacto?, agregaríamos). De allí los desvelos, tanto de empresarios en Davos como de activistas del Occupy Wall Street.
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