Hace años en la Calzada Roosevelt había un rótulo que decía: “a México frontera”. Estrictamente era cierto, pues de allí eventualmente se llegaría al vecino país. Sin embargo, muchas cosas tendrían que salir bien para que esa primera señal fuera útil.
Igualmente hay una señal en camino a Occidente desde la Capital –creo que está en Cuatro Caminos– que más que rótulo, es un auténtico mapa. Una multitud de trazos hacen inútil su información al conductor, excepto si se detiene a la orilla de la carretera. Ni la vaguedad, ni el exceso impertinente permiten al viajero tomar decisiones. A veces el problema es que simplemente ¡no hay señales! Llegar a un destino específico exige suerte, pedir instrucciones en el camino y muchos virajes equivocados.
Algo parecido enfrentan los jóvenes en Guatemala al querer formarse para el trabajo. Aquellos que tienen los recursos para acceder al diversificado y la universidad enfrentan un futuro laboral vago, confuso e incluso desconocido a los 14 o 15 años. Con frecuencia la elección de carrera se reduce a imitar a los padres: como papi es contador, la joven quiere estudiar economía, y el viaje se reduce a pedir consejo al que ya pasó antes por el mismo camino.
Para otros la situación es más perversa. El trabajo obliga a escoger escuela o carrera simplemente por estar disponible por las noches o en fin de semana. Es como un capitalino que decida ir a Amatitlán en vez de la Antigua porque la Roosevelt está tapada, no porque tenga asuntos que tratar en aquel lugar.
Luego están los que cursan algunas carreras por tradición. Víctimas ejemplares son la legión de abogados en ciernes, que pasan años en un limbo de requisitos, muchos sin perspectiva de graduarse jamás, dedicados a cualquier cosa menos la materia respectiva.
Finalmente, son muchos los que escogen “carreras laborales de nombre simple” (médico, abogado, economista, psicólogo) que es como viajar solo a las cabeceras departamentales, habiendo tantos destinos que podrían dar más satisfacción y tener mejor mercado (técnico en salud rural, investigador en criminalística, asesor fiscal, investigador en neurociencia y tantos otras “carreras de nombre compuesto”), pero de las cuales se desconfía o que las universidades no ofrecen.
El nuevo gobierno ha identificado la formación de los jóvenes como una prioridad, y lo es. El Ministerio de Educación se esfuerza por reducir el caos de los muchos “bachilleratos técnicos” que engañan con promesas de especialización precoz, y algunas universidades comienzan a ampliar y flexibilizar su oferta. Pero esto es apenas el principio.
Ayudar a una nueva generación de jóvenes que se embarcan en la formación laboral exige darles señales claras sobre el camino a seguir. Necesitan información sobre tendencias en las empresas y la economía (en última instancia, la fuente de los empleos), para enriquecer sus aspiraciones y facilitarles la toma de decisiones. Es urgente revestir de calidad educativa y buena reputación las actividades profesionales no-académicas (desde plomería o mecánica hasta las carreras técnicas más alambicadas), y así evitar que tantos jóvenes se despeñen por la ilusión de ser “licenciados” en unos conocimientos que nunca aplicarán.
Deben reducirse las barreras al acceso, flexibilizando más horarios y currículos en el diversificado y las carreras universitarias, ofreciendo becas, estipendios y créditos educativos; y las barreras a la permanencia, retirando requisitos onerosos e improductivos, como tantas tesis de licenciatura, que sin enriquecer el acervo investigativo garantizan que muchos cierren pénsum pero nunca se gradúen.
Sobre todo, es necesario configurar claramente y garantizar los cursos de carrera que llevan al empleo formal o el emprendedurismo –esas combinaciones de bachillerato, curso técnico y pasantía que recorridas por un joven desde el básico desemboquen en empleo formal–; y fortalecer la orientación enfocada en el empleo a manos de asesores vocacionales, maestros y voluntarios que ayuden a los jóvenes a trazarse un curso de carrera para el empleo.
La formación para la vida y para el trabajo no se contradicen, y asegurar la vinculación entre educación y trabajo no es un asunto solo de educadores, sino de desarrollo sostenible. No es responsabilidad exclusiva de un INTECAP, el Ministerio de Educación o las universidades; en esto debe involucrarse de lleno y temprano al empresariado (que no significa solo CACIF, pues hay muchos y muy variados empleadores en este país). La alianza público-privada en la educación va mucho más allá de pintar escuelas o financiar universidades. Empieza por comprometerse unos a dar una educación con calidad y otros a facilitar acceso al empleo decente. Es proponerse ambos sectores a tender una carretera ancha y bien señalizada entre la escuela y el trabajo.