Tag: eficacia

  • Tras el santo grial de la eficiencia

    La eficiencia plantea una paradoja: a veces hay que gastar más para conseguir eficiencia, no menos.

    Es casi un lugar común afirmar que la administración pública es ineficiente. Con regularidad oímos decir que no solo las autoridades, sino todo el funcionariado público, son parásitos de la sociedad, sanguijuelas que malgastan recursos sin producir nada a cambio.

    Tales denuncias se acompañan con igual frecuencia de exigencias por hacer eficiente el Estado, por dejar de malgastar los pocos dineros públicos. En principio, la cosa suena razonable. Todos queremos ver bien usados los impuestos, expulsados de la cosa pública a quienes no saben manejarla y en la cárcel a quienes además son corruptos.

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  • El mito de la soberanía y el extrajero entrometido

    Las privatizaciones y la explotación destructiva descansan firmemente en socios y testaferros que tienen en la billetera un DPI, no un pasaporte extranjero.

    Con regularidad reaparece en los medios la exhortación a que “los extranjeros” no se inmiscuyan en los asuntos de los guatemaltecos. Dice el argumento que nos iría mejor si nos dejaran encontrar nuestra propia senda de desarrollo. Igualmente vemos el “crescendo” de la denuncia a las inversiones internacionales en el país, particularmente en recursos naturales no renovables.

  • El enroque: la universidad y la sociedad

    ¿Acaso el situado constitucional a la USAC, 5% del Presupuesto de la Nación, es un regalo a ojos cerrados?

    En Guatemala, hay instituciones que tienen estatus privilegiado. Son entes que vienen con escudo incorporado, como las iglesias o los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

    Al ser por definición intocables, quienes detentan su poder no necesitan explicar su privilegio. Simplemente apuntan a su estatus excepcional, y allí termina la discusión.

    El CACIF es uno de estos casos: no nos preguntamos por qué deba estar en tantas Juntas Directivas institucionales, simplemente así es. La universidad es otro caso. En torno a los incidentes violentos que ha experimentado en días recientes la USAC, la discusión con frecuencia termina en ideología, y en silencio. Por un lado están los neoliberales militantes, que la atacan nomás por su obsesión de sacar al Estado del radar social y de paso terminar de convertir la educación superior en otro mercadito más. Por el otro están los que blanden lugares comunes como argumentos: “la tricentenaria”, como si la edad fuera razón suficiente y, por supuesto, la consabida “autonomía”.

    Quizá los tiempos estén maduros para una discusión más seria y sin tabús. Más gente comienza a ver a la cúpula empresarial como lo que es: un simple cartel que abusa su posición de ventaja. El fisco –que es del conjunto de la sociedad– les comienza a quitar cancha, aunque sea un centímetro a la vez. Igual toca cuestionar la forma en que abordamos como sociedad la educación superior. La autonomía universitaria es una conquista social. Como tal es a la vez una concesión del Estado a una institución en lo particular. Al haber degenerado esa concesión en patente de corso para toda suerte de desmanes, tenemos los ciudadanos el derecho de revisar –tanto en el sentido de examinar con atención, como en el de replantear y modificar–, los términos de la concesión.

    En materia de interés público, como sin duda lo es la educación superior, incluso los proveedores privados deben sujetarse a la regulación del Estado. Cuánto más en el caso de la universidad pública. Esto no es una autorización para invadir la autonomía necesaria para cumplir con su responsabilidad. Por la misma razón debe el Estado activamente garantizar la libertad académica en toda universidad, privada o pública. Más bien, es exigir que se cumplan los términos de la promesa de la universidad a la sociedad. ¿Acaso el situado constitucional a la USAC, 5% del Presupuesto de la Nación, es un regalo a ojos cerrados?

    Seguramente hay formas para inducir cambios. Va un ejemplo sacado de la manga: en vez de una universidad única, podríamos tener un sistema de universidades públicas regionales, que compitieran entre ellas por los estudiantes. El situado constitucional se distribuiría entre ellas en función del volumen de su matrícula u otros criterios, como el volumen de la población regional o la producción de graduandos. Todas se verían obligadas a crear cambios para atraer estudiantes, que ya saben reconocer la calidad cuando se les da la información, y la oportunidad.

    Esto, como cualquier otro cambio de fondo, sería un asunto de reforma constitucional, y aquí nos topamos con un importante escollo. Reformar la universidad es responsabilidad de la comunidad universitaria, pero sus líderes carecen de los incentivos. Exigir una reforma es potestad del Congreso, como representación de la ciudadanía, pero el Legislativo es, literalmente, una cueva de ladrones. ¿Cómo conseguir buenos resultados con malas piezas?

    Sirve aquí el concepto del enroque, que en el ajedrez permite mover al rey y a una de las torres, en una sola jugada. Dos posiciones malas sí pueden dar resultados positivos, cuando los intereses de cada uno se contradicen lo suficiente como para obligar a todos a ceder terreno. Por ejemplo, sabemos que la reforma del sistema de partidos políticos es urgente, pero no conviene a los legisladores. Una reforma universitaria que descentralizara el financiamiento y la gestión de la universidad podría ser un atractivo incentivo a la base de poder de los diputados distritales (los que no vivan del narco, dicho sea de paso).

    Quizá lo que toque, en vez de buscar reformas únicas y monotemáticas en la Constitución, las leyes y las instituciones del país, sea buscar reformas aparejadas. Vale la pena hacer el judo político, más suave pero más eficaz, que compense el interés de los diputados distritales con la oferta de llevar la universidad al nivel local. Vale la pena quizá dejar de ser miopes, reunir reformadores universitarios con reformadores políticos, y hacer frente común.

    Original en Plaza Pública

  • Ideología o pragmatismo

    Podemos pelearnos por las etiquetas, pero es un ejercicio vano.

    Planteo aquí dos formas de ver las políticas públicas: o las juzgamos por su bondad (son buenas o malas en sí mismas), o las juzgamos por su eficacia (son buenas para algo). Ciertamente en política hay importantes asuntos morales: pocos negarían que aceptar mordidas o dejar que los niños mueran de hambre son asuntos de “bueno o malo”

    A pesar de ello, partiendo de que la política pública busca maximizar el beneficio equitativo para la mayoría, muchos asuntos públicos son cuestiones de eficacia. Una propuesta puede ser mejor que otra para incrementar los ingresos, ejecutar obras públicas, combatir la pobreza o dar servicios de salud.

    Sin embargo, con frecuencia atribuimos a nuestras propuestas una naturaleza moral, afirmando que son buenas solo porque sí, mientras tachamos de malas las de nuestros contrincantes. A veces esto es pura retórica: el candidato y el columnista por igual exageran la bondad de sus argumentos para ganar el debate. En el peor de los casos, nos creemos nuestras excusas, y atribuimos maldad intrínseca a propuestas que debieran evaluarse por sus resultados, no por sus intenciones y menos aún por sus orígenes. Le pongo un ejemplo dramático de nuestro pasado.

    Hace casi seis décadas, el gobierno ejecutó lo que a juicio de los especialistas fue una reforma agraria exitosa en razón de sus logros: extendió la tenencia de la tierra, incrementó la productividad y disminuyó la inequidad, mientras la producción agrícola nacional no sufrió, sino más bien creció en los pocos años que operó.1 Como sabemos, la eficacia de estos resultados no fue materia del juicio que llevó a la intervención norteamericana, acabó con la reforma y desató los peores demonios en nuestra patria. Entre las críticas pesaron más la supuesta bondad o maldad intrínseca del gobernante y sus aliados comunistas, argumentos que se magnificaron en el marco estridente de la Guerra Fría.

    Esta distinción entre moral y eficacia hoy resulta crítica para la nación. Estrenamos un gobierno liderado por un militar de la guerra, con un gabinete que incluye de todo: técnicos de izquierda y derecha, empresarios y militares. Es enorme la tentación de tomar este mapa de actores y redefinirlo en función de “los buenos” (los que piensan como yo) y “los malos” (los que no piensan como yo). Podemos pelearnos por las etiquetas –izquierda o derecha, progresista o conservador, revolucionario o reaccionario, liberal o libertario, usted escoja– pero ese es un ejercicio vano. Necesitamos evaluar al gobierno y sus agentes en función de su eficacia en maximizar el beneficio equitativo para la mayoría.

    El Presidente, que como candidato pudo darse el lujo de hacer una campaña rica en publicidad y escasa en propuestas, no solo debe decirnos con precisión qué resultados obtendrá, sino explicar de forma creíble cómo los obtendrá. ¿Cómo fomentará la creación de nuevas empresas y el surgimiento de nuevos empresarios? ¿Cómo eliminará el hambre? ¿Cómo asegurará que todos los niños y niñas en la escuela aprendan a leer en los primeros grados? ¿Cómo conseguirá que los más ricos contribuyan más a los ingresos fiscales?

    Por nuestra parte, los ciudadanos tenemos harta necesidad de vigilar y pedir cuentas. Los observatorios ciudadanos son una manera práctica de buscar resultados más que ideologías. Carlos Mendoza con su seguimiento a los indicadores de violencia ha mostrado el valor de la información y la importancia de predicar los análisis sobre datos, más que impresiones. A la vez debemos desconfiar de quienes moralicen la política pública con referencias al cielo o al infierno, o con etiquetas peyorativas (como “resentido” o “burgués” al hablar de política económica; “maligno” o “reaccionario” al hablar de políticas de población).

    Esto de ninguna forma significa que debamos pasar por alto la moralidad de los actos en las figuras públicas. Cualquiera que en el gobierno sea responsable de crímenes de guerra debe responder por ello ante la justicia con indistinción de su cargo y color político, y los ciudadanos tenemos igualmente la obligación de exigir la justicia que los muertos no puedan pedir. Cualquiera que robe o se aproveche del erario nacional debe ser señalado y juzgado prontamente.

    Al gobernante, a cada uno de sus ministros, debemos evaluarlos sobre dos condiciones particulares: que quieran el bien para la mayoría, y que sus propuestas funcionen.

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    1 Ver: Gleijeses, Piero. (1991). La esperanza rota: La revolución guatemalteca y los Estados Unidos, 1944-1954, Editorial Universitaria, citando numerosas fuentes, incluyendo comunicaciones internas del Departamento de Estado y de la CIA –escasamente admiradores del régimen arbencista.

    Original en Plaza Pública

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