Tag: ciudadanía

  • Confesiones

    Si bien importa reconocer la humanidad de los más malos, resulta aún más importante no atribuir una falsa maldad ante la evidente imperfección de los buenos.

    En la secundaria, una vez robé algunos tubos de vidrio del laboratorio de química. Me encantaba calentarlos con un mechero y soplar burbujas de vidrio.

    En la universidad, en cierta ocasión equivoqué la fecha de un examen y no me presenté. Un médico amigo me hizo un certificado que decía que había estado enfermo y así pude tomar el examen en fecha extraordinaria.

    He perdido la cuenta de las veces que en el pasado negué cuando me preguntaron si quería factura. A veces aún me pasa cuando voy de prisa.

    En efecto, desde pequeño y hasta en lo pequeño resulto ser un practicante menos que ejemplar de las virtudes que promuevo. Mentira, robo, corrupción, evasión y elusión fiscal, no necesito escarbar demasiado para encontrarlo todo a escala enana en mi historia personal. Y eso que cuento solo los incidentes menos vergonzosos.

    Sin embargo, así como los años me han dado oportunidades de más para constatar mis muchas debilidades, también me han enseñado otra cosa: no soy muy distinto de la mayoría de las personas. Esto decepciona porque pincha el globo que Hollywood infla con tanto afán: ¡eres único, extraordinario! Pues no. Soy ordinario, bastante imperfecto y, encima, parecido a otro montón de gente.

    A pesar de todo, mi ordinariez tiene su lado bueno: las pulsiones que me mueven resultan ser también las que impulsan a otra gente. El tiempo ha puesto una y otra vez a prueba mi teoría de la mente de los demás. Constato casi siempre que las pistas que me ofrece mi introspección acerca de lo que otros quieren —en lo bueno y en lo malo— es bastante precisa, tan solo porque se parece tanto a lo que yo también busco para mi vida y mi familia. Lo que me cuesta y lo que me sale fácil tampoco distan mucho de los retos que enfrenta la mayoría de quienes me rodean.

    Esto importa mucho, aunque no sea decir que todo se vale. Primero, porque evoca la humanidad que subyace hasta en los hechores de los males más escandalosos. Ante la llamada virulenta a repartir penas de muerte nos recuerda que el marero, el político falsario, el militar corrupto y el empresario tramposo buscan lo mismo que usted y que yo: pagar las cuentas, tener éxito, que su familia los quiera y morir sin mucho dolor. Aunque en el camino pierdan el sentido del bien o aunque su inteligencia solo les sirva para engañarse racionalizando las peores atrocidades. Claro, hay enfermos —sociópatas, psicópatas, gente dañada por la mala suerte, la vida y la enfermedad— insensibles que han perdido contacto con las dimensiones básicas de su propia humanidad. Pero son los menos y fallamos en entenderlos, sobre todo porque no alcanza nuestra imaginación para concebir su torcido interior. Aunque cueste admitirlo, la resonancia entre nuestra interioridad y la de quienes hacen mal reclama cautela al juzgar, mesura al exigir castigo, flexibilidad para remitir las culpas: se parecen tanto a nosotros, tanto.

    Segundo, si bien importa reconocer la humanidad de los más malos, resulta aún más importante no atribuir una falsa maldad ante la evidente imperfección de los buenos. La común humanidad que atisbamos en nuestra introspección al compararnos con aquellos que criticamos debe prevenirnos contra la fácil asignación de una maldad y una malicia que no están allí. Ellos tampoco hacen sino vivir su vida lo mejor posible.

    Lamentablemente, esta es una llamada de alerta que algunos discursos políticos desoyen cada vez más, los cuales deshumanizan al contrincante con tal de traer atención a su causa. Lo vemos en el escenario global cuando, yaciendo muertos en el asfalto por igual ciudadanos y policías estadounidenses, algunos republicanos radicales se regodean tildando al presidente Obama de «odiador de policías». Importa más ganar puntos en la contienda del insulto político que reconocer la humanidad que comparten un presidente decente —con todo y su repertorio de debilidades políticas—, los ciudadanos y los servidores del orden público.

    Más cerca de casa lo vemos a diario en el racismo que atropella la dignidad básica de las personas indígenas, el humor barato que olvida que el sujeto despreciado también siente, igual que siente el que lo desprecia. A escala menor, lo vemos incluso en la altivez intelectual que consigna a los círculos más profundos de peculiares infiernos a quienes, hijos de su clase, limitados productos de su sociedad opaca, injusta y desigual, apenas aprendices de una nueva política, no hacen sino buscar formas mejores de ser y de hacer mientras cargan consigo —humanos al fin— la sombra de sus limitaciones.

    Original en Plaza Pública

  • A nadie le gusta perder amigos

    El objeto del ejercicio político no es mantenerse puro, por mucho que guste, sino asegurar que los propios alcancen el poder del Estado.

    ¡Pero cómo pasa el tiempo, usté! Expresión al ver que se nos ha ido ya medio año. Bien podrían estar usándola estos días en el gabinete de Jimmy Morales.

    En efecto, ya pasó (o se le fue) un octavo del tiempo que tenía este gobierno para hacer algo, bueno o malo. Se acabó hasta la luna de miel más generosa, y el gobernante ha demostrado ser lo que se esperaba: no tan malo como el anterior, incapaz de escapar de la pacatería social y política de su origen clasemediero, con algunos funcionarios buenos y también con gente muy oscura a su alrededor. Tranquiliza la estabilidad económica, usual en este país de ultraconservadurismo monetario, y preocupa el resurgimiento militar.

    Contra ese trasfondo de ni modo, aquí vamos, cada vez más gente pregunta, desde espacios políticos, en columnas de opinión, en redes sociales y en debates de los movimientos sociales, ¿ahora para dónde?, ¿qué sigue?

    La pregunta crítica nunca fue qué han de hacer Jimmy Morales y su gabinete. Su tarea era clara y la están desempeñando: mantener el rumbo conservador, sin sobresaltos, evitando que el tren se descarrile. La reciente victoria —que lo es— en materia del malhadado impulso por sacar a desfilar al Ejército sirve para subrayarlo: la máquina prueba los límites y ajusta para mantener la estabilidad. Ni tanto que queme al santo, etcétera.

    ¿Dónde está, entonces, la agenda? Seguramente no está en el Ejecutivo ni en la élite empresarial contenta con que se minimicen los daños al statu quo. El Ejército apenas intenta recuperar terreno mientras la Embajada y sus amigos se enfocan en tachar pendientes en la agenda narcomigraeconómica.

    Puestos contra esta pared del business as usual, sospecho, no queda más que seguir en el trabajo aburrido, en el tejido de relaciones y acuerdos entre gente lo suficientemente parecida para querer el mismo bien, aunque sean distintos en esas dicotomías que han hendido toda nuestra historia: urbano-rural, pobre-rico, indígena-mestizo, izquierda-derecha, gay-hétero, militar-civil, y así en todo. Toca amarrar la secular resistencia indígena con la persistente indignación urbana. Toca insertar el interés clasemediero como puente entre la miseria rural y urbana y el impulso comercial de algunos en la élite económica. Toca encontrar un lenguaje conciliador para que el machista miedoso que llevan dentro la mayoría de los chapines —élite, clasemedieros, indígenas y mestizos por igual— no huya horrorizado cuando descubra que el amor no es heterosexual por definición y menos por necesidad. Toca encontrar la moderación como virtud política ante los extremismos que se alían para reventarlo todo en mil pedazos.

    El problema es que el impulso extremista pareciera ser parte de lo que nos define como sociedad política. Hipócrita, traidor, solapado, cobarde: no tardan los epítetos de los amigos cuando alguien propone postergar la agenda radical en favor de la conciliación táctica. Al empresario de élite que tiende puentes, sus iguales lo condenan por acercarse a los manidos comunistas. Al activista progre no le hacen falta enemigos. Apenas se aparta de la estrecha senda radical, son los de su propio bando los primeros que lo descalifican: por su historia, por su extracción social, por la impureza de sus intenciones.

    Sin embargo, el objeto del ejercicio político (y sí, esto es político aun cuando no sea partidista) no es mantenerse puro, por mucho que guste, sino asegurar que los propios alcancen el poder del Estado. Entendamos: sin poder no se hará nada, ni bueno ni malo. Con poder se hace cualquier cosa, incluso lo malo —que no tiene nada de nuevo—. Conseguir ese poder pone una agenda con dos tácticas: por una parte, debilitar el mal poderoso; por la otra, fortalecer el poder del bien.

    Debilitar el mal poderoso es algo que ya emprendieron el MP y la Cicig. Hasta la Embajada de los Estados Unidos está en eso por sus propias razones. Y por ahora persisten en ello. Pero solo alcanza a quienes sean perseguibles. ¿Cómo disciplinar a los pícaros dentro del Congreso, en las instituciones, en las empresas, en los Gobiernos municipales, en la propia sociedad? Solo la ciudadanía llega allí.

    Fortalecer el poder del bien significa, primero, trabajar con gente que nos pone incómodos. Significa ganar adeptos. Hacerlo exige encontrar temas de consenso y, lo más difícil, dejar de lado temporalmente temas importantes, algunos puntos de agenda que prioriza cada uno, pero que no comparten todos. Quizá hasta se pierdan amigos —ojalá que no—, pero nadie dijo que la política —ni siquiera la mejor intencionada— sea bonita.

    Original en Plaza Pública

  • No temas

    «El peligro es enteramente distinto del temor» y la forma de dominar el miedo es acostumbrándose a sus causas.

    Te criaron con miedo. Miedo al otro, miedo al comunista. Miedo al ateo, miedo incluso a la religión ajena. Miedo al futuro incierto, miedo a los impuestos, miedo a la gente distinta de ti.

    Cuando naciste, tu miedo ya estaba instalado. Como especie, porque desde la antiquísima África aprendimos a qué temer: a la víbora y a la araña, que con su veneno mataban; a la gente desconocida, que al no ser pariente podía quitarnos hogar, presas y parejas. Como clase, a esos miedos arcaicos tus abuelos y bisabuelos precavidos agregaron el temor a la gente que despojaron, el temor al indio que podía alzarse machete en mano. Y para buen resguardo lo sellaron todo con el silencio, con el temor al diálogo.

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  • La ciudad, territorio cedido

    La causa indígena y sus líderes tendrán que venir a la ciudad. Lo suyo no tiene por qué ser eternamente un campesinado pobre.

    Cinco siglos en estas tierras cuentan una historia de invasión. Como toda invasión, es una historia sencilla: alguien tiene una tierra, otro la quiere. Entra en su territorio y se la quita con violencia.

    A veces la invasión es repentina y la tierra se pierde de golpe. Otras, la mayoría, es una usurpación paulatina. Cien años de tratados mendaces hicieron falta para que Estados Unidos redujera a los indígenas a las reservaciones mínimas que hoy habitan.

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  • Informa Contabilidad que usted también puede defraudar

    ¿Realmente no ven relación alguna entre su conducta, la mafia de La Línea y la debacle que es el Estado guatemalteco?

    Pareciera que no entendemos que lo que ocurre en el ámbito de la sociedad está íntimamente amarrado con lo que hacemos como individuos. Déjeme poner un ejemplo.

    Soy propietario de una oficina. Junto con recuerdos de alguna gente brillante y divertida es lo que me quedó de una empresa de consultoría en la que participé hace dos décadas. Periódicamente debo pasar el calvario de buscar un nuevo inquilino. Esta vez conseguí una empresa de bienes raíces para ahorrarme el dolor de cabeza. Una corredora amable encontró el inquilino, y yo volví a ser un feliz miembro de la clase rentista.

    Hasta allí, nada nuevo.

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  • Dignidad

    Cuando los ciudadanos agachamos la cabeza y aceptamos los desmanes —en el Estado, en la universidad o desde la religión—, igualmente evadimos la responsabilidad de ser agentes de una vida digna.

    En la conferencia de prensa, el presidente esquiva responder quién pagará la cuenta del hotel: «No tengo por qué dar declaraciones sobre eso». Ufano, dice que fue «un arreglo privado».

    El vicepresidente explica: «Yo, como médico, incluso de forma personal, he consumido medicamentos que están vencidos».

    De golpe, 11 diputados cambian de partido. Como parvada alborotada se apuran antes de que valgan las reformas para frenar el transfuguismo. El partido oficial recibe a 8 y el presidente se contradice. Que representa la unidad nacional, dice, mientras su partido corea que lo hicieron «por el bien de la nación».

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  • Paaadrenuestro questás en los cielos

    Esta insistencia en los símbolos en la proclama del rito patriótico representa un nuevo y tóxico padrenuestro de evasión.

    De joven fui bastante religioso. Me gustaba el rito católico, que en latín, dorado e incienso empaca con elegancia un par de milenios.

    Criado en el hogar de un católico sin misa y de una agnóstica, me resulta obvio ahora que la rebeldía adolescente saliera por el conservadurismo espiritual. A las preguntas existenciales que nos planteamos de chicos agregue la culpa, que tan eficazmente aprovecha la Iglesia en camino a captar adeptos.

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  • Quitar el callo moral

    Esos que salen a la calle a sonar tambores, los que se juntan en la plaza y los que insistimos en señalar debilidades no somos vagos ni leninistas, resentidos o terroristas. Apenas rascamos la costra.

    El televisor en la sala de espera pasa la noticia sobre el destape de los salarios descomunales del personal administrativo en el Congreso. Una mujer conversa con la recepcionista del lugar. Con desparpajo cuenta que está entre quienes reciben esos salarios exagerados.

    No solo es una empleada fantasma, agrega, sino que el dinero no es para ella. De lo cobrado, la mayoría va a parar, mes a mes, al bolsillo del diputado que la colocó. Está indignada, dice. No por ser parte de una maniobra ilegal, sino por el injusto trato del diputado.

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  • ¿Le debemos algo los ciudadanos al presidente Jimmy Morales?

    Si los ciudadanos hemos de levantar la mano para jurar y deber algo, no será al presidente Morales, sino que a nuestra propia responsabilidad de vigilancia.

    Ante el título, primero la respuesta corta: no. Y así bastaría, salvo que defrauda a los lectores y decepciona a los editores. Así que a trabajar un poco más para explicarme.

    Algunos comentaristas insinúan que la ciudadanía le debe cierta libertad de acción a Morales. Primero, por razones políticas y prácticas habrá quien pida compás de espera, aunque ya nadie hable de 100 días para el nuevo gobierno. El mismo Morales implica este argumento en su discurso inaugural, centrado en esperanzas más que en propuestas, así no lo haga explícito. Eso es pedir la confianza de que, aunque no sepa cómo resolver los grandes retos del Estado, encontrará o al menos buscará una solución.

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  • Una carrera justa

    ¿Por qué hablar de dignidad cuando lo urgente son nuevos gobiernos y protestas en el parque?

    Vista desde el resultado, una carrera no es justa, afirma Ronald Dworkin. Al final, solo uno de todos los corredores podrá obtener el oro.

    Más aún, toda carrera está amañada: desde su diseño existe para premiar a un solo ganador. ¿Habrá que pedir que en las carreras haya medallas para todos? Por supuesto que no, responde Dworkin. Este ejercicio nos enseña que la justicia y la igualdad tienen poco que ver con el punto de llegada, con la meta. La justicia tiene todo que ver con el punto de partida, con las condiciones del trayecto.

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