Tag: ciudadanía

  • Ciudadanía domesticada

    En un pacto perverso han preferido la certeza de la existencia controlada por su enemigo y su parásito antes que correr el riesgo de construir su propia existencia.

    En 70 000 años el ser humano cambió dramáticamente la megafauna del planeta. Aunque la cosa se aceleró en los últimos siglos, tenemos ratos de estar en el negocio de la extinción. Leones, elefantes, bisontes y tantos otros se vieron diezmados por igual.

    Es probable que en 100 años ya no existan algunos de los grandes animales que pueblan nuestras historias inmemoriales. Tigres, panteras y osos quizá solo vivan de manera segura en esas mismas historias. Con suerte, en los zoológicos en que los encerramos.

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  • ¿Orgullo de lo que somos o de lo que hacemos?

    Una deportista de alto desempeño no es buena simplemente porque sí. Aun antes de competir con otros debe competir consigo misma.

    Nunca me ha gustado la expresión «orgullosamente guatemalteco». Supone que basta con ser del país para tener algo de que enorgullecerse, que basta que algo sea nuestro para ser digno de orgullo.

    El futbol profesional es ejemplo de que tal orgullo no se justifica. Con persistencia, los aficionados visten los colores patrios, van a los estadios, compran boletos y vitorean a sus equipos. A pesar de las repetidas palizas. Tanto que no ir al Mundial parece ser parte de la marca nacional. La afición es orgullosamente guatemalteca, con fracaso y todo.

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  • Abuso y hartazgo

    Jean-Marie Simon calificó esta como la tierra de la «eterna primavera, eterna tiranía», pero quizá eso no es sino el lado violento de otras permanencias: el eterno abuso y el infinito aguante.

    La plática empezó como tantas en estos tiempos de tecnología personal. Conversando mientras llega la comida en el restaurante, surge una duda. Todos sacamos el celular para hacer la consulta a la internet. La pareja joven hace un baile de teléfonos y manos: «Mejor usemos el tuyo».

    Ante mi pregunta explican: prefieren usar el teléfono de él para consultar la internet porque aún tiene el plan viejo. La compañía telefónica empezó a renovar contratos a sus clientes este año y recortó drásticamente (en 40 %) el volumen de datos ofrecido por el monto cobrado.

    Yo no salgo de mi asombro. En otras palabras, por el mismo precio, ¿ahora les ofrece mucho menos servicio? Sí. ¿Y nadie armó alboroto ni se cambiaron a otra empresa? No.

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  • Redención

    «No volveré a escribir sobre aumentar la carga fiscal. No volveré a escribir sobre aumentar la carga fiscal. No volveré a escribir sobre aumentar la carga fiscal. No volveré a escribir sobre aumentar la carga fiscal» (Bart Simpson).

    Todo médico sueña con nombrar una enfermedad desconocida. Pienso que se me ha cumplido ese sueño. Hoy documento una dolencia nueva, identificada entre lectores guatemaltecos. Es la dislexia antifiscal.

    Por cuatro semanas —y prometo que esta quinta será la última— escribí sobre la necesidad de aportar más recursos para la cosa pública. Argumenté que tenemos décadas de no invertir. Aduje que debemos comprometernos con el volumen de recursos tanto como discutir su destino u origen. Argüí que el problema es urgente. Y sugerí que esto exige una sólida voluntad política, ya que la causa de los ingresos fiscales nunca tendrá un tiempo propicio. Pero algunos lectores —al menos los generosos que se toman el tiempo para comentar en Plaza Pública o en las redes sociales— leyeron una sola cosa: ¡pague, pague!

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  • Con cascaritas de huevo huero

    Por si no lo ha entendido y para que se nos quede a todos, se lo pongo con cursivas y negritas: nunca habrá un momento políticamente propicio para aumentar la carga tributaria. Nunca.

    Lo que me gusta de Prensa Libre es constatar lo transparentes que resultan sus intenciones. Cuando tengo dudas acerca de qué piensa la gente más conservadora de nuestra sociedad sobre cualquier tema, basta leer la columna editorial para entender. La voz de la rancia podría llamarse, o quizá Vitrina oligárquica, y quedaría completo el cuadro.

    Abrí ese periódico el día después de que el Ministerio de Finanzas presentara su propuesta de presupuesto y no pude evitar el regodeo triunfalista: ¡Se lo dije! ¡Se lo dije! Cito textualmente su editorial de ese día: «El Gobierno parece haberse metido una vez más en el costal de los problemas al plantear el más grande aumento en el gasto público y pretender llevar el presupuesto general de gastos para el período 2017 a casi 80 000 millones de quetzales sin que exista una mejora convincente y sostenible en la recaudación tributaria…» (las cursivas son mías).

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  • Dejar el futuro para el futuro

    Hay un momento para vivir la exaltación, la fiesta de la democracia que celebra la salida de los corruptos. Pero también hay un momento para revisar las cuentas y pagar esa misma fiesta.

    Bien sugirió Lewis Carroll que, para el que no sabe adónde va, cualquier camino le es bueno. Morales está como Alicia, perdido de maravilla, creciendo y menguando a base de pócimas misteriosas. Mientras los conejos se afligen por la puntualidad y las reinas quieren volar cabezas sin contemplación, él no sale del asombro y los lectores con dificultad seguimos la trama.

    El Ejecutivo ha vuelto a titubear y ha retirado del Legislativo su propuesta para recuperar las finanzas públicas. Una propuesta limitada, pero que haría boyar un Estado tan dilapidado que en el corto plazo ni con la persecución de los grandes evasores alcanza el mínimo necesario. El comediante que en la TV hacía reír a base de estereotipos hoy da carne y hueso a estereotipos más añejos: mañanaabordaremos la reforma fiscal. Si no se puede hoy, ya veremos qué será, será. Siempre en otro momento, en 2017, otro día, algún día, nunca. Pero necesitamos entender algo: aquí una propuesta fiscal se introduce a pesar de las condiciones políticas, no por ellas. Jamás habrá condiciones propicias para una reforma fiscal. Nunca.

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  • ¿Cuánto? ¡Más!

    Ante la pregunta de cuánto necesitamos se impone una sola respuesta terrible.

    Al hablar de dinero, tres preguntas debemos contestar: cuánta plata se necesita, de dónde saldrá y en qué se usará.

    Todo gasto presenta siempre los tres aspectos. Si quiero un carro, lo primero es el precio. Luego pregunto de dónde saldrá la plata: de un préstamo, de ahorros o de vender el vehículo actual. Finalmente decido en qué lo gastaré: en un Mercedes-Benz o en un pichirilo usado.

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  • El plomero tiene razón

    En nuestras circunstancias, exigir eficiencia como precondición para invertir es como decir que quitemos la tubería intacta de un baño para reparar las goteras de otro.

    Imagine que tiene muchos años de no invertir en la plomería de su casa. Por la noche, el gotear del lavamanos remata el insomnio. En el jardín crecen felices las plantas, bebiendo del agua que escapa de la tubería bajo tierra. Cada inodoro es un río silencioso que malbarata el líquido dichoso sin usarlo. Hay fugas por todas partes, y mes a mes las cuentas suben. Le urge hacer algo al respecto.

    Consigue un plomero. Es un tipo de a tres menos cuartillo, lo que usted está dispuesto a pagar. El plomero saca su herramienta, escarba bajo los lavaderos, empuña una pala en el jardín para destapar la cañería. Termina su evaluación y arma el presupuesto. Usted mira el número: ¡son miles de quetzales!

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  • Sociedad, ciudadanía y cambio

    Vivimos en sociedad. Decir que nos construimos solos a nosotros mismos es vender quimeras.

    A la vez, no somos simples reflejos de la sociedad, como quien ve el sol entero en un fragmento de espejo. Somos sujetos, con una identidad que se construye aquí, ahora, en nosotros mismos. En parte, nos forma el contexto más amplio —nuestra sociedad—. En parte, los hechos de nuestra biografía particular. Además, somos agentes: queremos, creemos y actuamos. Y así hacemos realidad la sociedad en nuestra práctica cotidiana.

    Reconozcamos que individuos y sociedad se vinculan, pero solo indirectamente y de forma sutil. De lo contrario nos engañaremos pensando que para el cambio social basta el cambio individual. Y al revés también: que si cambian cosas en la sociedad pronto las sentiremos también en lo individual.

    Nunca ha sido tan importante entender esto como hoy. Hace un año, multitudes en la plaza central demandaban la renuncia del presidente y de la vicepresidenta. La semana pasada el juez encontró suficiente evidencia para juzgarlos —junto con otros 51 empresarios, funcionarios y políticos— por corruptos, corruptores y ladrones.

    A la vez, hemos visto al fin en libertad a un grupo de líderes comunitarios, presos injustamente por defender los bienes naturales comunes. Pero también vimos abatido en la cárcel a un capo militar y criminal, muerto por los de su propia calaña.

    Esos hechos definen los bordes de nuestra sociedad, desde la justicia hasta la violencia. Viendo lo malo es fácil darse por vencido. Y viendo lo bueno es tentador ceder al facilón vamos al cambio que venden algunos. Sin embargo, es en las vidas individuales, en la vida propia, donde el asunto se concreta. Los hechos nacionales, esos que ocupan los titulares, también son vividos por personas en lo individual. Son vidas forzadas por mal o por bien a ser ejemplares públicos de las aristas de la sociedad, como Roxana Baldetti, Jack Irving Cohen o Francisco Juan Pedro. Ya tendrá cada uno que sacar cuentas de lo hecho y no hecho, de lo sufrido. Pero en los titulares son emblemas de los problemas y de las soluciones más que representantes de nuestra particularidad.

    Así, no queda sino volver el espejo hacia nosotros mismos y preguntar cuánto ha cambiado nuestra vida, concretamente desde abril de 2015. ¿Qué cosas nos pasan distintas desde que Baldetti guarda cárcel? ¿Qué cosas vivimos distintas, quizá mejores, desde que Thelma Aldana e Iván Velásquez la emprendieron con firmeza, insistencia y cuidado contra la gente más pícara del país? Sospecho que para la mayoría la respuesta es poco, muy poco.

    Si tengo razón, debemos preocuparnos. Solo en el vaivén entre sociedad e individuos se hará sostenible el cambio. Solo será persistente cuando caminen juntos los cambios en las estructuras —como leyes, justicia, servicios, presupuestos— y los cambios que viven las personas —como bienestar, valores, solidaridad—.

    Así, para juzgar el mérito de un Iván Velásquez basta ver al corrupto en prisión: el comisionado se habrá desempeñado bien como individuo. Pero, para juzgar el mérito de la reforma de la justicia, todos, en lo particular, tendremos que sentirla más justa. Para juzgar el mérito individual de Jimmy Morales, quizá alcance ver el nombramiento de una ministra experta y comprometida. Pero para juzgar el mérito del rescate de la salud tendrá que haber recursos suficientes y servicios para tocar a cada persona, a mucha gente, a toda la gente.

    Lo más importante es que, a la vez que buscamos el impacto del cambio social en nosotros, igualmente debemos interrogarnos sobre nuestra parte —la que tenemos como individuos— de cara al cambio social. Para juzgar nuestro mérito ciudadano no basta contarnos como partículas de una multitud que se paró en la plaza central. Para juzgar nuestro mérito debemos preguntarnos qué ha cambiado concretamente en nuestra vida, cómo han cambiado nuestras conductas, actitudes y prioridades desde que todo esto empezó. Debemos preguntarnos si vamos camino de pagar más impuestos este año que el anterior, aunque sea a base de pedir escrupulosamente factura en cada compra. Debemos contabilizar si hoy apoyamos, más que hace un par de años —con dinero, tiempo y trabajo—, las causas políticas en las que decimos creer. Debemos reflexionar si hemos desterrado al fin de nuestro lenguaje el racismo que hasta aquí nos hizo chapines. En fin, debemos preguntar si somos otros, aunque nos cueste, o si, mientras exigimos cambio, seguimos siendo los mismos de antes: apocados, discriminadores, evasores de poca monta, solo que ahora creyéndonos parte del cambio.

    Original en Plaza Pública

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