Hay quienes ven esto como la totalidad del quehacer público, y su relación con los ciudadanos como una simple transacción comercial: pago impuestos, y con ello compro una cartera de servicios. Fácil, igual que ir a un banco o a un supermercado. Pago más, me da más; pago menos, recibo menos.
De aquí se desprende la fórmula que sugiere que la privatización pueda ser siempre una buena solución: si hay un proveedor que me ofrezca salud, educación o policía a un precio más barato que la institución pública, ¿por qué escoger la opción más cara? Mejor privatizo, y que un proveedor especializado venda con mayor eficiencia y al mejor postor los servicios de salud, educación y demás. El gobierno de Arzú fue el más entusiasta exponente de esta visión.
Sin embargo, la cosa es más complicada. Muchas actividades, más que “servicios”, son derechos. Recibir los beneficios de una maestra o una doctora no son simple contraparte a mi pago por sus servicios, sino una satisfacción que el Estado me debe por la simple razón de ser yo un ciudadano, así como lo son los demás, pobres o ricos. Tengo, tan solo por mi naturaleza y dignidad humanas, la expectativa de una vida decente, con oportunidades y medios para aprovecharlas. Al menos en principio, es el Estado la forma que tenemos el conjunto de ciudadanos para resolver esa expectativa.
De esta segunda perspectiva se desprende el reconocimiento de que no siempre lo más barato es lo mejor, ni la capacidad de pago la única clave para acceder a un servicio. Ante la realidad de la desigualdad en los ingresos y las capacidades, las sociedades optan por subsidiar al más pobre a partir del más rico, o solidarizarse los mejor dotados con los menos afortunados. La Constitución enmarca esta visión, y los Acuerdos de Paz ensayaron darle más visibilidad para el caso guatemalteco.
Sin embargo, hay una tercera dimensión en todo esto, más allá de las perspectivas del servicio y el derecho. Cuando vemos un negocio, sabemos que hay allí un dueño, quizá inversionistas, y aparte algunas personas –los empleados– que prestan los servicios de manera directa. En el caso de un hospital o un colegio privado, decimos que es “de fulano”, quien no necesariamente es médico o maestro. Curiosamente, cuando nos preguntamos dónde está el Estado, es fácil ver el servicio, pero no encontramos detrás a nadie más. Esto esconde dos hechos notables. El primero es que los “dueños” de un Estado no son sino sus propios ciudadanos (al menos cuando se trata de una democracia efectiva). El segundo es que el Estado no existe sino cuando hace cosas, cuando ejercita sus funciones.
Entonces, el Estado no solo produce servicios, ni sólo reproduce a la sociedad en sus derechos. Además y a la vez, se reproduce a sí mismo en sus funciones. El Estado que llamamos Guatemala y del que nos consideramos ciudadanos, solo existe en la medida que se recrea en nosotros como beneficiarios de sus funciones de salud, educación, seguridad y tantas otras.
Cuando a partir de los ochenta corrimos tras el espejismo de un servicio más barato y más eficiente en nombre de la privatización, con frecuencia negamos el derecho de los más pobres (que al fin, no tenían voz). A la vez, logramos pegarnos el tiro en el pie con gran puntería, al hacer desaparecer la función estatal. Es claro que el Estado ha dejado de existir allí donde faltan servicios para los pobres, donde no llegan las instituciones públicas y solo mandan caciques o narcos. Sin embargo, igualmente ha desparecido allí donde no hace falta usar servicios públicos, porque se tiene para comprarlos al sector privado.
Hoy que la fortuna de los conservadores está al alza, quizá no sea casual que ya empecemos a oír nostálgicas referencias a la privatización de funciones clave como la educación, a pesar del radical anacronismo que ello implica, visto más allá del contexto guatemalteco. El problema es que ante la inexistencia práctica de Guatemala en muchas áreas de la vida, y las crecientes invitaciones al cambio a partir de los ciudadanos, ello exige creer en la magia como recurso de política. Pedir hoy más privatización es ponerse en la situación del arriero tonto: “se me murió el caballo, justo cuando ya le había enseñado a vivir sin comer”.