Category: Plaza Pública

  • Hoy pagamos el derecho de piso

    Yo les exijo que garanticen que los más ricos y privilegiados de nuestra sociedad también deban hacerse adultos y poner su parte en el bien común.

    Esto no le va a gustar, pero de todas formas se lo voy a decir. Hoy nos están apretando a los que más ganamos entre los asalariados y los profesionales con los cambios al ISR, y nos duele.

    ¡Claro que nos duele! Todos preferimos tener el dinero en el banco o a la mano, y decidir libremente para gastar hoy y aquí, en lo que queramos y cuando lo queramos.

    Sin embargo, no se engañe. Dinero contante y sonante no es prosperidad, si a cambio le toca poner a los hijos en un colegio privado –caro pero por lo menos bueno–, porque no hay escuelas públicas de calidad. Hoy le toca arriesgar la vida y la hacienda cada vez que sale a la calle, porque no hay policías profesionales. Entonces, ¿de qué sirve el dinero en la mano si el precio de tenerlo es una sociedad en harapos?

    Así que hoy nos está tocando a la clase media, a punta de legislación, hacernos adultos como ciudadanos contribuyentes, sí o sí. Ante ello es fuerte la tentación de responder con el tradicional, obtuso y manipulado “no a los impuestos”. Tras 50 años en que el CACIF nos ha metido con cuchara que lo que le conviene a los pocos le conviene a los muchos, esto nos sale muy natural. Sin embargo, sería perder una oportunidad dorada. Algo así como, habiendo cumplido los 18 años y pudiendo hacer cualquier cosa, escoger comportarnos como lo hacíamos a los siete. Así que, en vez de pedir el puré “Gerber” de un Estado mágico, que nos dé todo sin que nadie lo financie, mastiquemos las cuentas de lo que realmente toca hacer.

    Primero lo obvio: si vamos a pagar más, debemos exigir que se use mejor. Si me van a sacar más plata, yo de veras quiero ver esos policías (ojo, no soldados) patrullando calles, constituidos en servidores públicos, no en amenazantes mordelones. Si me van a sacar más plata, pues insisto en ver a todos los niños y niñas en la escuela aprendiendo, sin excusas. Si esperan mi conducta adulta como contribuyente, exijo políticas adultas. La universalización de la protección a la salud sería un buen comienzo. En suma: en la dimensión de Estado como servicio, si me van a hacer pagar más, insisto en recibir mejor servicio.

    Ahora bien, la oportunidad que le pinto tiene otra dimensión, aún más importante. El Estado no es simplemente un servicio que compramos al dar nuestro dinero al fisco. Oliver Wendell Holmes lo dijo de forma precisa: los impuestos son el precio que pagamos por una sociedad civilizada. Esto tiene al menos dos implicaciones importantes. Primero, la de la solidaridad. Si los guatemaltecos somos tan buenos y tan amables como nos gusta creer (“qué gusto verlo”, “¿en qué le puedo servir?”, “cuente conmigo”), debemos mostrarlo con hechos. No la limosna dada con asco al estar parados en un semáforo, sino la contribución constante y significativa para dar oportunidades y medios a los más pobres, que en esta patria son muchos. Esto es, más que una necesidad práctica, una obligación moral y una responsabilidad de ciudadanía.

    La segunda implicación tiene que ver con la equidad y la justicia: si unos vamos a pagar, esperamos que otros que tienen más, igualmente contribuyan más. Aquí es donde a nuestra clase media, a la que hoy se le está pidiendo más dinero, le toca tornarse adulta como actor político, ¡y actuar! Otto Pérez Molina me pide compromiso, y Pavel Centeno, su Ministro de Finanzas, correctamente lo traduce en que los impuestos se llaman así porque se imponen. Entonces, yo les exijo a ambos, con nombre y apellido, que igualmente garanticen que los más ricos y privilegiados de nuestra sociedad también deban hacerse adultos y poner su parte en el bien común. Quiero ver a mis mandatarios y mis representantes reflejar los intereses de la mayoría y rechazar las componendas, no importa cuántas sean las deudas de campaña que ellos contrajeron, no yo.

    ¿Se apunta usted a pedir lo mismo? Esto no es lucha de clases, es mayoría de edad ciudadana.

    Original en Plaza Pública

  • Ideología o pragmatismo

    Podemos pelearnos por las etiquetas, pero es un ejercicio vano.

    Planteo aquí dos formas de ver las políticas públicas: o las juzgamos por su bondad (son buenas o malas en sí mismas), o las juzgamos por su eficacia (son buenas para algo). Ciertamente en política hay importantes asuntos morales: pocos negarían que aceptar mordidas o dejar que los niños mueran de hambre son asuntos de “bueno o malo”

    A pesar de ello, partiendo de que la política pública busca maximizar el beneficio equitativo para la mayoría, muchos asuntos públicos son cuestiones de eficacia. Una propuesta puede ser mejor que otra para incrementar los ingresos, ejecutar obras públicas, combatir la pobreza o dar servicios de salud.

    Sin embargo, con frecuencia atribuimos a nuestras propuestas una naturaleza moral, afirmando que son buenas solo porque sí, mientras tachamos de malas las de nuestros contrincantes. A veces esto es pura retórica: el candidato y el columnista por igual exageran la bondad de sus argumentos para ganar el debate. En el peor de los casos, nos creemos nuestras excusas, y atribuimos maldad intrínseca a propuestas que debieran evaluarse por sus resultados, no por sus intenciones y menos aún por sus orígenes. Le pongo un ejemplo dramático de nuestro pasado.

    Hace casi seis décadas, el gobierno ejecutó lo que a juicio de los especialistas fue una reforma agraria exitosa en razón de sus logros: extendió la tenencia de la tierra, incrementó la productividad y disminuyó la inequidad, mientras la producción agrícola nacional no sufrió, sino más bien creció en los pocos años que operó.1 Como sabemos, la eficacia de estos resultados no fue materia del juicio que llevó a la intervención norteamericana, acabó con la reforma y desató los peores demonios en nuestra patria. Entre las críticas pesaron más la supuesta bondad o maldad intrínseca del gobernante y sus aliados comunistas, argumentos que se magnificaron en el marco estridente de la Guerra Fría.

    Esta distinción entre moral y eficacia hoy resulta crítica para la nación. Estrenamos un gobierno liderado por un militar de la guerra, con un gabinete que incluye de todo: técnicos de izquierda y derecha, empresarios y militares. Es enorme la tentación de tomar este mapa de actores y redefinirlo en función de “los buenos” (los que piensan como yo) y “los malos” (los que no piensan como yo). Podemos pelearnos por las etiquetas –izquierda o derecha, progresista o conservador, revolucionario o reaccionario, liberal o libertario, usted escoja– pero ese es un ejercicio vano. Necesitamos evaluar al gobierno y sus agentes en función de su eficacia en maximizar el beneficio equitativo para la mayoría.

    El Presidente, que como candidato pudo darse el lujo de hacer una campaña rica en publicidad y escasa en propuestas, no solo debe decirnos con precisión qué resultados obtendrá, sino explicar de forma creíble cómo los obtendrá. ¿Cómo fomentará la creación de nuevas empresas y el surgimiento de nuevos empresarios? ¿Cómo eliminará el hambre? ¿Cómo asegurará que todos los niños y niñas en la escuela aprendan a leer en los primeros grados? ¿Cómo conseguirá que los más ricos contribuyan más a los ingresos fiscales?

    Por nuestra parte, los ciudadanos tenemos harta necesidad de vigilar y pedir cuentas. Los observatorios ciudadanos son una manera práctica de buscar resultados más que ideologías. Carlos Mendoza con su seguimiento a los indicadores de violencia ha mostrado el valor de la información y la importancia de predicar los análisis sobre datos, más que impresiones. A la vez debemos desconfiar de quienes moralicen la política pública con referencias al cielo o al infierno, o con etiquetas peyorativas (como “resentido” o “burgués” al hablar de política económica; “maligno” o “reaccionario” al hablar de políticas de población).

    Esto de ninguna forma significa que debamos pasar por alto la moralidad de los actos en las figuras públicas. Cualquiera que en el gobierno sea responsable de crímenes de guerra debe responder por ello ante la justicia con indistinción de su cargo y color político, y los ciudadanos tenemos igualmente la obligación de exigir la justicia que los muertos no puedan pedir. Cualquiera que robe o se aproveche del erario nacional debe ser señalado y juzgado prontamente.

    Al gobernante, a cada uno de sus ministros, debemos evaluarlos sobre dos condiciones particulares: que quieran el bien para la mayoría, y que sus propuestas funcionen.

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    1 Ver: Gleijeses, Piero. (1991). La esperanza rota: La revolución guatemalteca y los Estados Unidos, 1944-1954, Editorial Universitaria, citando numerosas fuentes, incluyendo comunicaciones internas del Departamento de Estado y de la CIA –escasamente admiradores del régimen arbencista.

    Original en Plaza Pública

  • No es igual la muerte

    Ante el hecho universal de la maldad de la muerte causada, son la forma y diversidad las que marcan las gradaciones morales.

    Matar es malo. No importa quién lo haga, ni a quién. Con independencia de las creencias sobre un más allá, usted, yo y la vecina solo tenemos garantía de contar con esta vida. Ninguno –ni el Papa– tenemos garantías del más allá.

    Es por ello que cada uno nos rifamos todo en las pocas o muchas décadas que tenemos: el creyente apuesta a juntar créditos en la economía divina; el justo a hacer bien, el egoísta a sacar provecho mientras puede. Matar es tan malo, porque en nuestra factura dice: “por concepto de una sola vida”, y la muerte nos roba ese bien insustituible.

    Dejemos este punto a un lado y preguntemos acerca de las formas, los momentos y las razones de la muerte. Es aquí que el universal “matar es malo” comienza a matizarse. En Guatemala, los 36 años de guerra causaron muerte a gente muy diversa: unos soldados, otros oficiales, algunos del ejército, otros de la guerrilla. Hubo también civiles: algunos apoyaban por las buenas o por las malas a los combatientes –miembros de las PAC, apoyos de la guerrilla– y otros simplemente estuvieron en el lugar equivocado a la hora equivocada.

    En la guerra, la muerte llegó por razones muy distintas. Algunos soldados murieron en batalla de un tiro que pudo pegarle a cualquier otro. Algunas fueron víctimas del cálculo deliberado. Asesinar a un embajador, “desaparecer” a un líder sindical, más que actos de muerte (malos de por sí, no me cansaré de repetir), servían para escribir mensajes con sangre. A veces las razones fueron evidentes: destruir al contrincante; otras solapadas, incluso falsas: matar en nombre de la ideología para apropiarse de los bienes ajenos, quizá cobrar una revancha personal.

    Muy diversos fueron también los perpetradores. Obvios agentes de muerte fueron los soldados. Más sutiles matadores, los oficiales que diseñaban estrategias y dirigían tácticas, aunque su voluntad desencadenaba muchas más víctimas. Se contaron también los que actuaron “en caliente”, cuando la opción era dar muerte o morir en combate; y la frialdad del torturador, que ejecutó con detenimiento.

    Finalmente, la muerte se presentó con una terrible variedad. Mientras algunos sufrieron –o quizá gozaron– la muerte rápida de un tiro certero, para otros la agonía se alargó en una herida fatal. Peor aún, en algunos el dolor precedió largamente a la muerte: el dolor violento de la tortura al cuerpo, el dolor terrible de ver destruidas la familia y las esperanzas; la angustia de saber que, cuando llegara la muerte como alivio, no quedaría nada ni nadie para recordar, porque los demás habrían muerto también.

    Ante el hecho básico y universal de la maldad de la muerte causada, son la forma y diversidad las que marcan las gradaciones morales. Cuesta poco excusar al soldado que mata desde la distancia a un enemigo impersonal, pues a eso le han mandado. Pintamos de gloria la muerte del combatiente que empuña un arma y por ello cae ante un contrincante igualmente armado.

    Por el contrario, nos duele la muerte de quien no la ha buscado y no se ha podido defender. Nos espanta el dolor prolongado de la víctima, más nos horroriza el cuidado del torturador, y nos escandaliza cuando alguien mata a un gran número.

    En morir todos somos iguales. Es en la terrible variedad de actores, víctimas, formas y circunstancias que se marcan las diferencias al juzgar al perpetrador. Cuando las condiciones se acumulan –matar a sangre fría, matar al desarmado, prolongar la agonía, matar la esperanza más que sólo el cuerpo, y matar habiendo sido encargado de defender a la víctima– es imposible hablar de una muerte más.

    Todas las muertes durante la guerra fueron malas, y todos los muertos merecen memoria. Pero no todas las muertes fueron iguales. Matar no está bien, pero matar mal es peor. Es por ello que los militares responsables de las masacres reciben hoy una especial y justificada primera atención. Ellos fueron encargados de defender a los guatemaltecos. Quienes entre ellos causaron muerte con deliberación a numerosos ciudadanos desarmados, procurando su mayor dolor y la pérdida de toda esperanza, escogieron abrir una brecha insalvable entre esas muertes y cualquier otra. Es esa brecha la que reclama justicia, no revancha. Restituir la igualdad ante la muerte le urge a nuestra patria. Le urge para construir un presente y un futuro en que podamos decir con firmeza, y sobre todo con certeza: nunca más.

    Original en Plaza Pública

  • Hoy sí, sin excusas

    La indiferencia es un lujo que ya no podemos darnos los guatemaltecos.
    El 2011 fue un año generoso para quienes queremos una mejor Guatemala. La campaña electoral, tachada de costosa, con un inicio precoz y ofertas de poca calidad, sirvió también para activar voces ciudadanas, cada vez con más claridad, cada vez con más insistencia.

    Fue alentadora la voz creciente de una clase media urbana, tradicionalmente silenciosa e indiferente ante el quehacer político. Su huella está en la efervescencia de blogs y columnas de opinión –esta incluida– que han surgido en la oportunidad, señalando necesidades, ofreciendo propuestas y denunciando errores. Plaza Pública es, ella misma, buque insignia de esos esfuerzos que combinan juventud, seriedad y voluntad de cambio.

    Sin embargo hoy, cuando las elecciones ya son historia antigua, y los nuevos gobernantes se aprestan a tomar su cargo, nos hemos quedado sin el acicate diario de la publicidad electoral para recordarnos que la cosa ya no puede seguir igual, que toca hacer algo al respecto. Este es un momento de riesgo, pues es fácil regresar a la indiferencia, dejar que otros decidan y hagan; y cuando, en tres años empiece la nueva campaña, sorprendernos por lo mal que van las cosas.

    Este es un momento de riesgo, pues hemos sido los chapines supremos maestros de la excusa. La historia de dolor y penuria de los más pobres en este país siempre encuentra una causa fuera de nosotros mismos: fueron los gringos quienes derrocaron a Árbenz, fueron los comunistas que sublevaron a la gente en el Altiplano, son los socialistas corruptos en el gobierno quienes nos quieren quitar el dinero con más impuestos, es por los políticos que la cosa pública no camina, es por los complots de la burguesía que los candidatos de izquierda no tienen arrastre, son los indígenas quienes no progresan por no aprender español, son los pobres los culpables por no trabajar (¡y Sandra Torres, qué lejana suena ya, por alcahuetearlos!). Siempre alguien más es el responsable de los problemas, nunca yo. ¡Qué lindo!

    Demos vuelta al espejo, y veamos lo que somos. Aunque los Estados Unidos, al decir de Bolívar, hubiese plagado “…la América de miseria en nombre de la libertad”, fueron chapines quienes abrieron la puerta a la invasión en 1954. A pesar de la voluminosa evidencia que muestra que aprender la primaria en el idioma materno es la mejor apuesta para una educación exitosa, es por chapines que la educación bilingüe sigue siendo marginal –sí, marginal– en el Ministerio de Educación.

    ¿Y quién cree que ha dejado a los más pobres sin tierra o mercados para tener una vida digna? Somos chapines los que ponemos y quitamos partidos políticos sin ideología, somos chapines los miedosos que no hacemos crecer la economía, los que evadimos los impuestos; y chapines los que no nos metemos a política, o hacemos trampa estando en ella.

    En tres días, Otto Pérez Molina, sus ministros y una nueva camada de diputados y alcaldes se erigirán en nuevas y perfectas excusas para que digamos “no fui yo”. Sin embargo, la indiferencia es un lujo que ya no podemos darnos los guatemaltecos. No basta con señalar a otros. Toca, sin excusas ni pretextos, involucrarse. En este 2012, en este nuevo período de gobierno, ¿tendremos usted y yo las agallas de participar en una manifestación, en vez de quejarnos porque siempre son los maestros los que dejan de dar clases para salir a la calle? ¿Tendremos usted y yo una pancarta frente al CACIF exigiendo que no obstruyan el necesario financiamiento del Estado? ¿Nos comprometeremos desde ya y por los siguientes 25 años al mismo partido político? ¿Denunciaremos y perseguiremos las corruptelas de funcionarios grandes y pequeños, o las aprovecharemos para beneficiarnos también? ¿Exigiremos que el ejército se limite con estricto apego a su mandato? ¿Usaremos el Facebook y el Twitter solo para compartir fotos de nuestras mascotas, o también para organizar a amigos, vecinos y desconocidos en pos de una auditoría social efectiva?

    Así que dele esta bienvenida al nuevo gobierno: a partir de hoy, no se queje, no se deje. ¡Actúe!

    Original en Plaza Pública

  • Romanticismos

    Quizá no seamos tan guapos, altos ni listos como quisiéramos.

    Somos una patria plagada de romanticismos. Cada uno tiene el propio. Algunos padecen el romanticismo anti-estatal, que dice que los impuestos son malos y basta con gastar menos para que nos vaya mejor.

    Otros sufren del romanticismo campesino, y asumen que lo rural es mejor que la ciudad. De cerca le sigue el romanticismo ambientalista, cuyos fieles afirman que el petróleo es puro malo, la naturaleza no puede tocarse y la vida primitiva siempre respeta al bosque.

    Está también el romanticismo de la clase media, que la ve como víctima, nunca artífice de sus desventuras económicas y sociales. Otro tanto vale para el romanticismo de élite, cuyos militantes creen que el apellido confiere razón y derechos.

    Hoy está de moda el romanticismo militar, que asegura que la guerra fue justa, nomás porque se ganó. Para terminar, señalo el romanticismo indigenista, que de un plumazo se apropia de historia, tradición y autenticidad, como si otros no las tuvieran también.

    Esto no significa que no haya que medir al Estado, asegurar la tierra, procurar el bienestar, disfrutar de la riqueza, abordar el conflicto o afirmar la cultura. Pero el romanticismo es reducirlo todo a nuestra causa. Yo me veo atrapado con frecuencia en más de uno de estos romanticismos. Apuesto que le pasa a usted también. Con el Año Nuevo, a cada uno nos toca renunciar a nuestras maravillosas y falsas historias.

    Quienes desde la élite buscamos mandar tendremos que aceptar que la riqueza no es mejor, ni tiene el monopolio de las soluciones. En Guatemala, acaso sean los ricos los únicos con garantía de incompetencia: siempre han tenido el control del Estado, y ya vemos cómo ha resultado aquello.

    Quienes vemos en el campesinado y en los pobres el legítimo pueblo necesitamos reconocer en ello una actitud poco democrática, y empeñarnos en construir un Estado en que todos, todas seamos partícipes. El costo de exigir democracia es que hay que concederla a todos: campesinos, pobres, oligarcas, ex-PAC, narcos, militares, políticos honestos y corruptos; cuando nadie tenga excusa se podrá hacer valer el debido proceso.

    Igual para quienes queramos regresar a la tierra: una parcela no sacará a nadie de la pobreza y tampoco del hambre. Al menos desde el terremoto del 76, la vida en la gran ciudad no ha sido resignación, sino elección de muchos que buscan escapar de la estrechez rural.

    Quienes ciframos las esperanzas en la clase media necesitamos reconocer que no es buena por antonomasia, ni depositaria de “lo chapín”, a pesar de la encantadora “Nostalgia Guatemalteca“. La clase media es también enorme reservorio de racismo, frecuente caja de resonancia de las pulsiones más oscuras de nuestra sociedad, como la intolerancia.

    Quienes rechazamos de tajo el uso de los recursos naturales no renovables –el oro y cualquier otro material que la suerte y la Tierra pudieran entregarnos sin mérito, pues ya estaban allí antes de nosotros encontrarlas– hemos olvidado la lección que costó aprender a una generación de entusiastas de la Biósfera Maya: prohibir de tajo el goce de los recursos naturales lleva a la depredación.

    Quienes nos indignamos porque hoy a los militares de la guerra se les piden cuentas desproporcionadas por las masacres, olvidamos que esos mismos soldados y oficiales eran servidores públicos, pagados con dineros del pueblo para proteger al pueblo. Incumplir su mandato magnificó enormemente su responsabilidad.

    Quienes pensemos que en el mundo indígena está la mejor opción debemos cuestionar los esencialismos que atribuyen a una mítica continuidad con el pasado la capacidad de encontrar respuestas. El futuro multicultural se construirá hoy, más que en un pasado distante.

    Esta es la época en que hacemos balance. Tras un examen minucioso en el espejo, al ver los barros, espinillas y cicatrices propias, quizá estemos listos para admitir, cada uno, que no somos tan guapos, altos ni listos como quisiéramos. Comienza el año, y entre chaparritos nos necesitamos mutuamente para salir del hoyo.

    Original en Plaza Pública

  • A veces toca actuar en contra del interés propio

    Vale la pena invertir en los demás, aún en contra del más inmediato interés propio. No hacerlo resulta aún peor.
    Hace unos días en su columna en El Periódico, Hugo Maúl llamó la atención a un asunto importante: en materia del tesoro público, casi todo se reduce a impuestos.

    Específicamente le preocupa que el endeudamiento público, aunque parezca no afectar los impuestos, sí lo hace. Solo que no somos nosotros quienes pagaremos tales tributos, sino nuestros hijos, cuando toque devolver el préstamo. Incontestable, poderoso argumento. Pero incompleto.

    Resulta que el mismo efecto que en el tiempo tiene el gasto público por el lado del costo –lo que se gasta hoy, se deberá pagar mañana– también opera por el lado del beneficio: lo que bien se invierta hoy, redituará mañana. Sin embargo, este es el lado de la ecuación que, en el fragor de la prédica antifiscal nunca se escucha, por preocuparnos tan obsesivamente con la evitación del costo.

    ¿De dónde piensa usted que hayan venido los problemas de hoy? La inseguridad, mala infraestructura, mala educación y pobreza que hoy sufrimos, son frutos perversos de la falta de inversión pública en décadas pasadas; y la poca inversión pública es hija del matrimonio entre corrupción y falta de tributos pasados. Ver en el pago de los impuestos el problema, es como cortar la última rama del árbol, aquella escueta rama en que estamos sentados. El problema empezó mucho más abajo, mucho más atrás.

    Sin duda, limitar la deuda que hoy se amasa y atender los riesgos que impone es urgente. Así también es indispensable mejorar el gobierno y perseguir la corrupción que malgasta los dineros públicos. Sin embargo, ello no es excusa para ofuscar la necesidad urgente de más y mejor inversión pública, y por ende de la inevitable tributación. Lo que enfrentamos es un dilema y la salida es clara, aunque dolorosa. Vale la pena invertir en los demás, aún en contra del más inmediato interés propio. No hacerlo resulta aún peor.

    Le pongo un par de ejemplos. Si la generación de Walter Widman senior hubiera invertido hace décadas los recursos para asegurar la certeza jurídica de la tenencia de la tierra para todos, con el mismo ahínco con que se dedicaron a asegurar su propio acceso a la tierra, seguramente su hijo Carlos Widman, y Walter Widman junior, su nieto, no tendrían que lidiar con una sociedad en la que son, literalmente, los malos de la película: una sociedad donde los derechos de propiedad siguen tan inciertos como siempre.

    Igual con la inversión en seguridad pública. Para un Widman, no tener que subirse a un bus porque se viaja en Mercedes Benz o en helicóptero ha de ser un gusto. Lo sería también para usted o para mí. Sin embargo, no subirse a un bus o salir a caminar por miedo a ser asaltado, debido a medio siglo de no invertir en policía, eso es motivo de vergüenza; y hace tan prisionero al Widman en su privilegio, como a los demás ciudadanos que debemos aguantar el riesgo.

    Tenga por seguro, entonces: estas situaciones no son casuales. Más bien, son los frutos tardíos de la poca inversión pasada. Son los frutos podridos de un Estado que no puede hacer gobierno, porque le falta plata, y de una sociedad que no construyó Estado, porque se resistió a pagar impuestos.

    Sin haber pasado la Navidad y sin aún tener gobierno nuevo, ya vemos arrancar la maquinaria anti-fiscal que el año entrante estará bien ocupada resistiendo aún los intentos más tibios por hacer de Guatemala una sociedad con un fisco moderno, justo y decente. Así que, con tiempo, póngase a pensar cuál será su papel de cara al futuro. ¿Será usted de los que legarán al futuro una Guatemala aún más miserable, porque tuvieron miedo a perder y no quisieron invertir, o de los que nos correremos el triple y ciudadano riesgo de pagar, exigir y vigilar?

    Original en Plaza Pública

  • No cambiar a la gente

    Cada técnico que parte se lleva un caudal precioso e insustituible de conocimiento práctico.
    Es de esperar que con un nuevo gobierno se configure un nuevo gabinete. Los ministros sólo excepcionalmente sobreviven de un período al siguiente.

    A estas alturas, cuando Pérez Molina ha publicado ya los nombres de algunos de sus favoritos, los colegas de Colom estarán buscando cajas en qué meter las fotos de familia y otras cositas de la oficina.

    Como ha señalado Fernando Carrera, el nuevo mandatario da señas de querer seguir los pasos del gobierno Uneísta en algunas de sus políticas más importantes en materia de justicia, solidaridad social y economía, y esto es bueno. Sin embargo, la prueba de la realidad de tal intención estará en la continuidad de la gente.

    El problema es que en Guatemala los cambios de funcionarios de la administración pública no terminan con el gabinete. Otros países cuentan con un servicio civil que mantiene la continuidad institucional, incluso a través de secretarios permanentes para cada cartera. Mientras tanto, en Guatemala los volátiles funcionarios políticos pretenden a la vez ser cabezas técnicas de la administración pública.

    Peor aún, el cambio de personas en puestos de responsabilidad se extiende profundamente dentro de las respectivas burocracias. La pésima costumbre de ver la administración pública como botín para los activistas de campaña, hace que directores generales, directores de dependencias centrales y departamentales, técnicos e incluso maestros y jefes de centros y puestos de salud sepan que su empleo está en juego cada vez que hay cambio de gobierno. Los más timoratos esperan hasta que los alcanza la peste del desempleo. Los más avisados preparan con tiempo su currículum y salen a buscar trabajo por su cuenta. La administración pública termina subsidiando de hecho la formación de mandos medios para el sector privado.

    El resultado es una pérdida dramática de experiencia y pericia dentro de la administración pública cada cuatro años. Si el gobierno tuviera un excedente de recursos humanos quizá no sería tan grave. Sin embargo, nuestro aparato público se parece a un desnutrido crónico: hueso y pellejo, nada de grasa. Cada técnico que parte se lleva un caudal precioso y muchas veces insustituible de conocimiento práctico, que luego otro tendrá que aprender laboriosamente y desde cero.

    Quisiera creer que ante la ingente necesidad de cambiar la forma en que hacemos gobierno, Pérez Molina optara por evitar el despojo de talento en las instituciones. Sin embargo, sus nombramientos ministeriales ya dan señas del reparto corporatista de cada cuatro años. Como lotería cantada (“el Cacife”, “el tecnócrata”, “el médico-empresario”) vemos cómo los puestos de gabinete van quedando en manos de los sectores usuales. Esto mueve a pensar que en materia de cambio de servidores públicos también sucederá lo de siempre.

    Naturalmente, cualquier solución, cualquier control sobre estas conductas dañinas tendrá que salir de los ciudadanos: de usted y de mí. Quizá lo primero sea que las instituciones de investigación y las universidades –en cuenta la generosa patrocinadora de Plaza Pública– usen sus recursos para hacer desde ya un inventario del personal público. Lo segundo será no aceptar los despidos masivos en la administración pública. No hay razón técnica, política, ni financiera que los justifique.

    Original en Plaza Pública

  • Maldición china

    Ahora todos, toditos, vendrán a cobrar.
    “Que vivas en tiempos interesantes, que recibas las atenciones de los poderosos, y que se cumplan todos tus deseos”.

    Aunque no consta su origen, esta célebre colección de sentencias, conocida como la “maldición china”, encapsula de forma perfecta la ironía de la vida, que justo cuando nos da lo que queremos, mete la zancadilla para que no podamos disfrutarlo. Otto Pérez, con su éxito electoral, ha logrado atraer sobre sí la más plena de las maldiciones chinas.

    Que vivas en tiempos interesantes

    Esto hace tiempo que se le cumplió al elegido. El mundo que habitaron Estrada Cabrera, Ubico, Arévalo o Arbenz era un paraíso de simplicidad, comparado con la Guatemala de hoy. La violencia que tanto preocupa a la prensa y a los pobladores de las ciudades es apenas el adorno de una mezcla tóxica que espera el momento preciso para reventar. El elegido ha dicho que dedicará más de la mitad de su tiempo a la seguridad ciudadana. Mientras tanto, el hambre en el campo, la urbanización acelerada, hordas de jóvenes sin educación ni oportunidades de empleo, crisis ambientales cada vez más frecuentes, serán los ingredientes del cóctel Molotov, una voluminosa, persistente y explosiva jaqueca que no le dejará en paz. Para ajustar, Manuel Baldizón y Sandra Torres estarán más que felices de encender fósforo tras fósforo en el Congreso y en la calle, para ver cuándo prende la mecha.

    Lo peor es que los riesgos más grandes van mucho más lejos. Le pongo para muestra un detonante hipotético: ¿qué tal si un buen día de estos, un campesinado harto de la batalla desigual con los azucareros, se alía con los narcos, y les da pase local en sus comunidades a cambio de armas? Ya sucedió en Colombia. No me podrá negar que la cosa se pondría interesante para el futuro presidente.

    Que recibas las atenciones de los poderosos

    Hoy los poderosos tienen los ojos puestos en Pérez Molina. Lamentablemente, no todos quieren lo mismo para él; algunos ni siquiera el bien. Financistas de campaña, Cacifes atentos a sus privilegios, ¡hasta la cooperación internacional y los narcos mismos!, todos pedirán cuentas, todos pondrán cortapisas.

    Otto Pérez puede presumir del dudoso honor de haber gastado más dinero que cualquier otro en campaña. De sus financiadores, algunos habrán dado con gusto, haciendo las cuentas de la inversión. Los más conservadores dieron a regañadientes por faltarles mejor opción. Sin embargo ahora todos, toditos, vendrán a cobrar. Vaya nuevos amigos que cosechará el nuevo presidente.

    Que se cumplan todos tus deseos

    No cabe duda, esta es la maldición mayor. Del jolgorio que era la vida en la llanura, obstaculizando leyes en el Congreso y criticando a Alvaro Colom y Sandra Torres, bastó un día de votos para pasar a ser la víctima que todos querrán inmolar. Si no bajan los homicidios en el primer trimestre, será su culpa. Cuando hagan huelga los maestros, será su culpa. Cuando las víctimas del desastre natural (siguiente, pasado, usted escoja) estén sin techo, será igualmente su culpa. Si suben los impuestos, será su culpa; y si no tiene plata por no haberlos subido, pues también será su culpa.

    Ocho años de trabajo duro le dieron la presidencia. Ahora es toda suya. Vaya premio. Así que a fabricar soluciones, y buena suerte.

    Original en Plaza Pública

  • “El dueño del negocio soy yo”

    Hay que resistir la tentación de pensar que los votantes son bobos, por más ignorantes, iletrados o marginados que sean.
    El interesante análisis de Mariano González en Plaza Pública, es un acicate a quien, como yo, se declara irredento creyente en las elecciones y en el acto de votar.

    Para recapitular el argumento: a González le llama la atención que el porcentaje de votantes empadronados que asisten a las urnas ha ido en ascenso desde las elecciones de 1999, llegando a una cifra récord en la primera vuelta este año (¿Por qué siguen votando los guatemaltecos?). Ello a pesar de la impertinencia de los candidatos y sus empresas electorales, perdón, partidos. Señala que votar es una conducta aprendida y concluye en que, ante un sistema político pésimo, la asistencia a las urnas es una anomalía, fruto de la falta de pensamiento crítico, la ignorancia o la comodidad.

    En contrapunto a sus argumentos, pongo dos propios. El primero es superficial, y con él me atrevo a contestar la pregunta de su título. El punto no es por qué siguen votando los guatemaltecos, es que ¡apenas comienzan! Lo que con escasos 26 años de práctica electoral parece una tendencia inexplicable, es nomás la marea de electores que surge de una sociedad secularmente excluida. Los de hoy son primeros votantes. No son hijos de votantes, ni de candidatos, ni de ciudadanos. Son hijos, nietos y bisnietos de excluidos. Acudir a la urna en estas circunstancias es mostrar el derecho de piso de una ciudadanía largamente negada.

    Sin embargo, el meollo del asunto está en la dirección de la relación entre votantes y elegidos. Hay que resistir la tentación de ver a los votantes como bobos, por más ignorantes, iletrados, ideologizados o marginados que sean. Cada uno –esos que la foto de Sandra Sebastián muestra con sombrero y en fila, tanto como la mara Gucci de La Cañada– cada uno tiene razones para votar o para no hacerlo. La manipulación es, acaso, un tango para dos, donde candidato y votantes son socios, rivales y cómplices a la vez.

    Aquí está la clave. Las elecciones son ante todo comunicación. Mientras la lectura de González ha fijado la atención en una dirección –el candidato que miente para engatusar al votante– igualmente hay que dar crédito a la otra vía de la relación. Cada ciudadano, con su voto entusiasta, cauto, estratégico o desencantado, comunica su opinión sobre los candidatos y el proceso. Todos juntos, enviamos señales que ningún político puede darse el lujo de ignorar, así sea nomás para diseñar su engaño.

    Entonces, aún con candidatos fantoches y partidos que son comparsa vendida al mejor postor, aún entonces la regularidad de la señal que manda la ciudadanía les recuerda, “aquí el dueño del negocio soy yo”. Como el memento mori susurrado al general romano para recordarle que su gloria era pasajera, el metrónomo de las elecciones recuerda a buenos, regulares y malos que su tiempo en el poder es finito. El latido del corazón no dice nada acerca de las intenciones, e igual la regularidad de las elecciones tampoco dice qué hará una democracia. Pero sin latidos no hay vida, y sin elecciones no hay cauce para el cambio en el poder y en las instituciones.

    El contraste con el quietismo de una dictadura no podría ser más marcado. Con voto o sin voto, los ciudadanos-víctimas del tirano saben que allí nada cambiará. Mientras tanto, nosotros con nuestro pulso cuatrienal le decimos una y otra vez a los pícaros y a los buenos por igual: el dueño de este negocio soy yo, y en cuatro años, te guste o no, tú te irás.

  • Escuela para candidatos

    Si la forma de conseguir votos no cambia, de poco servirá una nueva ley electoral y de partidos políticos.
    Tres reformas clave nos urgen: Reforma del servicio civil, reforma fiscal y reforma del sistema político.

    Reforma del servicio civil, para atraer a la mejor gente al servicio público, exigir que cumplan y que rindan cuentas. Reforma fiscal para tener los recursos que paguen a esos funcionarios de calidad que tanta falta nos hacen. Recursos para protegernos de la enfermedad, la ignorancia y la pobreza, para empoderar nuestros negocios, crecer como personas y vivir con libertad.

    Finalmente, reforma del sistema político, para encontrar gobernantes honorables, con visión pública y capacidad gerencial para dirigir la administración pública. Para encontrar representantes que no se sientan atados por compromisos a unos pocos.

    El problema, el enorme problema, es que los responsables de hacer estas reformas son los mismos políticos que hoy llegan al poder gracias al sistema perverso que tenemos. Esos que buscan enriquecerse y pagar sus deudas con los recursos del fisco, y colocar a sus allegados en los puestos de la administración pública.

    Viene al caso la entrevista que unas semanas atrás le hiciera Asier Andrés a Javier Monterroso. Monterroso perdió en el intento por ser Diputado por el Distrito Central con el Frente Amplio, y recibió justo palo por sus respuestas incautas. Sorprendentes por lo obvias, tanto que el entrevistador se vio obligado a subrayarlo: “pero eso ya lo sabían…”.

    Con todo y la ingenuidad manifiesta, lo que señala Monterroso es un auténtico prontuario para políticos novatos: gana el que tiene más plata; los guatemaltecos votan por el que ofrece más, sin importar la realidad de su oferta; le va mejor al que ofrece resolver problemas urgentes, no el que tiene visión y entendimiento. Las instituciones favorecen a los fuertes, nadie conoce a los candidatos a diputados, y no importa.

    Bajo las reglas actuales, quien no reconoce esto fracasa. “Debemos volvernos un poquito más demagógicos, ofrecer lo que quiere la gente” es la lección que saca Monterroso. Dilema terrible: o mentir más para ganar votos, o afirmar que la gente no sabe lo que quiere y ofrecerles espejitos y cuentas de colores.

    Grave error. Hacerse demagogo para entrar al sistema es meterse en una cuesta resbalosa que termina en despeñadero. Para cuando al fin se haya conquistado al premio, el aspirante habrá transado tanto que será indistinguible de aquellos a quienes buscaba sustituir.

    Por supuesto, hay otra salida. No es el atajo de montar el partido en el último año, negociar la publicidad millonaria y ofrecer el oro y el moro a los macro/narco financiadores. Tampoco es la compra del cacique local que garantiza la multitud en el mitin, ese que a la primera oportunidad se cambiará de bando si le ofrecen más. Es el camino muy largo de hablar con las personas, una a una, casa por casa, calle por calle, barrio por barrio. Es pedirle a cada uno su esfuerzo y su dinero para la campaña. Contarles por qué se metió a política, escuchar qué necesitan y pedirles, a cada uno, que le apoyen. Es tener un sueño claro, soluciones prácticas y un equipo fuerte. Como se necesitan varios millones de votos, haga la cuenta: tomará años estrechar tantas manos.

    La reforma política que tanto nos urge se concretará en una nueva ley electoral y de partidos políticos. Pero no se engañe, la ley no hará sino codificar y habilitar las prácticas sociales y culturales. Si la forma de conseguir votos no cambia, de poco servirá la ley. Así que en vez de perder tiempo con dos presidenciables insulsos, si va en serio el cambio, mejor empezar de una vez a hacer política. No para el 2015, tal vez para el 2019.

    Original en Plaza Pública

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