Category: Plaza Pública

  • Con cascaritas de huevo huero

    Por si no lo ha entendido y para que se nos quede a todos, se lo pongo con cursivas y negritas: nunca habrá un momento políticamente propicio para aumentar la carga tributaria. Nunca.

    Lo que me gusta de Prensa Libre es constatar lo transparentes que resultan sus intenciones. Cuando tengo dudas acerca de qué piensa la gente más conservadora de nuestra sociedad sobre cualquier tema, basta leer la columna editorial para entender. La voz de la rancia podría llamarse, o quizá Vitrina oligárquica, y quedaría completo el cuadro.

    Abrí ese periódico el día después de que el Ministerio de Finanzas presentara su propuesta de presupuesto y no pude evitar el regodeo triunfalista: ¡Se lo dije! ¡Se lo dije! Cito textualmente su editorial de ese día: «El Gobierno parece haberse metido una vez más en el costal de los problemas al plantear el más grande aumento en el gasto público y pretender llevar el presupuesto general de gastos para el período 2017 a casi 80 000 millones de quetzales sin que exista una mejora convincente y sostenible en la recaudación tributaria…» (las cursivas son mías).

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  • Dejar el futuro para el futuro

    Hay un momento para vivir la exaltación, la fiesta de la democracia que celebra la salida de los corruptos. Pero también hay un momento para revisar las cuentas y pagar esa misma fiesta.

    Bien sugirió Lewis Carroll que, para el que no sabe adónde va, cualquier camino le es bueno. Morales está como Alicia, perdido de maravilla, creciendo y menguando a base de pócimas misteriosas. Mientras los conejos se afligen por la puntualidad y las reinas quieren volar cabezas sin contemplación, él no sale del asombro y los lectores con dificultad seguimos la trama.

    El Ejecutivo ha vuelto a titubear y ha retirado del Legislativo su propuesta para recuperar las finanzas públicas. Una propuesta limitada, pero que haría boyar un Estado tan dilapidado que en el corto plazo ni con la persecución de los grandes evasores alcanza el mínimo necesario. El comediante que en la TV hacía reír a base de estereotipos hoy da carne y hueso a estereotipos más añejos: mañanaabordaremos la reforma fiscal. Si no se puede hoy, ya veremos qué será, será. Siempre en otro momento, en 2017, otro día, algún día, nunca. Pero necesitamos entender algo: aquí una propuesta fiscal se introduce a pesar de las condiciones políticas, no por ellas. Jamás habrá condiciones propicias para una reforma fiscal. Nunca.

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  • ¿Cuánto? ¡Más!

    Ante la pregunta de cuánto necesitamos se impone una sola respuesta terrible.

    Al hablar de dinero, tres preguntas debemos contestar: cuánta plata se necesita, de dónde saldrá y en qué se usará.

    Todo gasto presenta siempre los tres aspectos. Si quiero un carro, lo primero es el precio. Luego pregunto de dónde saldrá la plata: de un préstamo, de ahorros o de vender el vehículo actual. Finalmente decido en qué lo gastaré: en un Mercedes-Benz o en un pichirilo usado.

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  • El plomero tiene razón

    En nuestras circunstancias, exigir eficiencia como precondición para invertir es como decir que quitemos la tubería intacta de un baño para reparar las goteras de otro.

    Imagine que tiene muchos años de no invertir en la plomería de su casa. Por la noche, el gotear del lavamanos remata el insomnio. En el jardín crecen felices las plantas, bebiendo del agua que escapa de la tubería bajo tierra. Cada inodoro es un río silencioso que malbarata el líquido dichoso sin usarlo. Hay fugas por todas partes, y mes a mes las cuentas suben. Le urge hacer algo al respecto.

    Consigue un plomero. Es un tipo de a tres menos cuartillo, lo que usted está dispuesto a pagar. El plomero saca su herramienta, escarba bajo los lavaderos, empuña una pala en el jardín para destapar la cañería. Termina su evaluación y arma el presupuesto. Usted mira el número: ¡son miles de quetzales!

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  • Sociedad, ciudadanía y cambio

    Vivimos en sociedad. Decir que nos construimos solos a nosotros mismos es vender quimeras.

    A la vez, no somos simples reflejos de la sociedad, como quien ve el sol entero en un fragmento de espejo. Somos sujetos, con una identidad que se construye aquí, ahora, en nosotros mismos. En parte, nos forma el contexto más amplio —nuestra sociedad—. En parte, los hechos de nuestra biografía particular. Además, somos agentes: queremos, creemos y actuamos. Y así hacemos realidad la sociedad en nuestra práctica cotidiana.

    Reconozcamos que individuos y sociedad se vinculan, pero solo indirectamente y de forma sutil. De lo contrario nos engañaremos pensando que para el cambio social basta el cambio individual. Y al revés también: que si cambian cosas en la sociedad pronto las sentiremos también en lo individual.

    Nunca ha sido tan importante entender esto como hoy. Hace un año, multitudes en la plaza central demandaban la renuncia del presidente y de la vicepresidenta. La semana pasada el juez encontró suficiente evidencia para juzgarlos —junto con otros 51 empresarios, funcionarios y políticos— por corruptos, corruptores y ladrones.

    A la vez, hemos visto al fin en libertad a un grupo de líderes comunitarios, presos injustamente por defender los bienes naturales comunes. Pero también vimos abatido en la cárcel a un capo militar y criminal, muerto por los de su propia calaña.

    Esos hechos definen los bordes de nuestra sociedad, desde la justicia hasta la violencia. Viendo lo malo es fácil darse por vencido. Y viendo lo bueno es tentador ceder al facilón vamos al cambio que venden algunos. Sin embargo, es en las vidas individuales, en la vida propia, donde el asunto se concreta. Los hechos nacionales, esos que ocupan los titulares, también son vividos por personas en lo individual. Son vidas forzadas por mal o por bien a ser ejemplares públicos de las aristas de la sociedad, como Roxana Baldetti, Jack Irving Cohen o Francisco Juan Pedro. Ya tendrá cada uno que sacar cuentas de lo hecho y no hecho, de lo sufrido. Pero en los titulares son emblemas de los problemas y de las soluciones más que representantes de nuestra particularidad.

    Así, no queda sino volver el espejo hacia nosotros mismos y preguntar cuánto ha cambiado nuestra vida, concretamente desde abril de 2015. ¿Qué cosas nos pasan distintas desde que Baldetti guarda cárcel? ¿Qué cosas vivimos distintas, quizá mejores, desde que Thelma Aldana e Iván Velásquez la emprendieron con firmeza, insistencia y cuidado contra la gente más pícara del país? Sospecho que para la mayoría la respuesta es poco, muy poco.

    Si tengo razón, debemos preocuparnos. Solo en el vaivén entre sociedad e individuos se hará sostenible el cambio. Solo será persistente cuando caminen juntos los cambios en las estructuras —como leyes, justicia, servicios, presupuestos— y los cambios que viven las personas —como bienestar, valores, solidaridad—.

    Así, para juzgar el mérito de un Iván Velásquez basta ver al corrupto en prisión: el comisionado se habrá desempeñado bien como individuo. Pero, para juzgar el mérito de la reforma de la justicia, todos, en lo particular, tendremos que sentirla más justa. Para juzgar el mérito individual de Jimmy Morales, quizá alcance ver el nombramiento de una ministra experta y comprometida. Pero para juzgar el mérito del rescate de la salud tendrá que haber recursos suficientes y servicios para tocar a cada persona, a mucha gente, a toda la gente.

    Lo más importante es que, a la vez que buscamos el impacto del cambio social en nosotros, igualmente debemos interrogarnos sobre nuestra parte —la que tenemos como individuos— de cara al cambio social. Para juzgar nuestro mérito ciudadano no basta contarnos como partículas de una multitud que se paró en la plaza central. Para juzgar nuestro mérito debemos preguntarnos qué ha cambiado concretamente en nuestra vida, cómo han cambiado nuestras conductas, actitudes y prioridades desde que todo esto empezó. Debemos preguntarnos si vamos camino de pagar más impuestos este año que el anterior, aunque sea a base de pedir escrupulosamente factura en cada compra. Debemos contabilizar si hoy apoyamos, más que hace un par de años —con dinero, tiempo y trabajo—, las causas políticas en las que decimos creer. Debemos reflexionar si hemos desterrado al fin de nuestro lenguaje el racismo que hasta aquí nos hizo chapines. En fin, debemos preguntar si somos otros, aunque nos cueste, o si, mientras exigimos cambio, seguimos siendo los mismos de antes: apocados, discriminadores, evasores de poca monta, solo que ahora creyéndonos parte del cambio.

    Original en Plaza Pública

  • Al oído de Vinicio Cerezo: sin más dinero esto no se enderezará

    A ese paso no importa cuánto usted mejore la eficiencia de lo que tiene y haga mejor lo que ya hace. Si le faltan los insumos clave, igual tendrá que gastar más para comprar esas cosas que hoy no tiene o simplemente estará perdiendo el tiempo.

    La mujer le pide al marido para el gasto: los niños tienen hambre y necesita plata para comprar comida. El marido responde que no. ¿Por qué habría de darle más dinero, argumenta, si es obvio que ella no sabe ni siquiera alimentar a los chicos con lo que le da?

    Tal es la perversa paradoja que enfrenta Guatemala en materia de gasto educativo. Los malos indicadores dan la excusa perfecta para quienes dicen que primero hay que mejorar la eficiencia y que ya luego podremos mejorar el volumen del gasto. Otro tanto abonan estupideces como comprar trompos promocionales sobrevalorados, que estropean aún más cualquier argumento en pro de la urgencia de invertir más en educación. Pero igual no quitan el problema.

    La creciente evidencia sugiere que, por debajo de un umbral mínimo —del que no estamos ni siquiera a distancia razonable—, el volumen del gasto en educación y el desempeño que se obtiene sí se relacionan: mientras más se gasta, mejor desempeño se obtiene. Así lo reportan en un reciente estudio Emiliana Vega, jefa de la División de Educación del Banco Interamericano de Desarrollo, y su coautora Chelsea Coffin.

    Vega y Coffin examinaron los datos del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés), la prueba internacional a la que Guatemala se sumó en 2015 y que se aplicará a los estudiantes por primera vez en 2017. Usando el desempeño en matemáticas en la secundaria como trazador, encontraron que, mientras no se llegue a un umbral de $8 000 por estudiante al año (en paridad de poder adquisitivo en dólares —$PPP—, 2010), más dinero por estudiante sí se traduce en mejor desempeño. Para ponernos en contexto, en 2013 Guatemala gastó $395.80 (en $PPP, 2011) por estudiante.

    A los dichosos que ya están arriba de los $8 000 por estudiante al año —como Bélgica, Francia, Gran Bretaña, Finlandia, Japón, Catar y otros así— sí les urge contraponer eficiencia a volumen de gasto. Los demás, como nosotros, no tenemos nada que ver con esa liga y sus problemas.

    Explico por qué. Los trompos son una muestra de muy mal juicio, cuando no de corrupción insolente que exige ser perseguida judicialmente. Pero son una lágrima en el mar. Mientras tanto, el Ministerio de Educación no tiene un centavo, ¡ni un centavo!, en su presupuesto[1] para comprar libros de texto para la secundaria. Tampoco tiene más que centavos para poner asesoría pedagógica suficiente y en todos los grados. Ni para mantener en el ciclo básico a todos los egresados de la primaria. Y la lista de faltantes crece. A ese paso no importa cuánto usted mejore la eficiencia de lo que tiene y haga mejor lo que ya hace. Si le faltan los insumos clave, igual tendrá que gastar más para comprar esas cosas que hoy no tiene o simplemente estará perdiendo el tiempo. Es como sacarle brillo al carro cuando no tiene para la gasolina. Y los textos que alimentan los cerebros de los chicos, que son la gasolina de este carro, cuestan mucho, muchísimo más que una pendeja colección de trompos o que la eficiencia pírrica que le va a sacar al Mineduc. Y la asesoría pedagógica, que es como el piloto del auto, cuesta dinero en serio, no bagatelas. Y lo mismo pasa con todo lo demás que falta porque no tiene renglón en el presupuesto, más aún porque no hay plata para pagarlo.

    Así pues, ahora que estamos a las puertas de la gran feria de la propuesta que es la séptima edición del Foro Regional Esquipulas, lleve este encargo mío a la mesa del debate, al corrillo y a la charla del café: nos urge más plata para la educación. No los ahorros de la cancelación de un contrato espurio por unos trompos idiotas, sino la plata voluminosa, la que hoy gastamos en militares rateros y minas tóxicas, el dinero que por cientos de millones se escurre por el tragante de la evasión de impuestos y por el contubernio entre gobernantes corruptos y empresarios. Yo quiero ver en el presupuesto el dinero en serio, que nos dolerá pagar, pero que es indispensable para que los niños y las niñas[2] pasen más tiempo, mucho tiempo, todo el tiempo, aprendiendo a leer, escribir, contar y pensar.

     


    [1] Esto, aparte de un préstamo del Banco Mundial que incluye textos para la Telesecundaria. Encima, me cuentan que con ese préstamo se han comprado materiales que no corresponden a la metodología de dicha modalidad educativa. A veces no entiendo por qué no tengo a mano la navaja para cortarme las venas.

    [2] Supongo que también ya se dio cuenta de que, en este país machista, un trompo es un juguete solo para los varones, ¿verdad? Hoy sí alcánceme esa navaja.

    Original en Plaza Pública

  • Protectorado

    Aquí hay un protectorado informal, centrado en el gobierno de Jimmy Morales

    Resultó cierto, como se decía antes de las elecciones, que la campaña de Morales carecía de plan de gobierno. Lo hecho —tanto lo bueno como lo malo— parece más fruto de la iniciativa de cada ministro que resultado de una intención global.

    Para los actores más poderosos esto no es problema. ¿Para qué se necesita un plan de gobierno cuando la responsabilidad es táctica? En efecto, aquí hay un protectorado informal, centrado en el gobierno de Jimmy Morales. Vivimos hoy en un «Estado, […] gobierno o territorio que es protegido diplomática o militarmente por un Estado o una entidad internacional más fuerte. A cambio de protección, el protectorado ha aceptado obligaciones […], que varían dependiendo de la naturaleza real de la relación entre ambas entidades».

    Los términos de este protectorado informal, por el lado del haber, los pone la Cicig: mejorar el sistema de justicia y perseguir la corrupción. Por el lado del debe también están claros, nunca más que en la reciente felicitación de la Embajada de Estados Unidos al presidente Morales.

    El lugarteniente del protectorado tiene una sola función, que es operativa: administrar el protectorado a favor del protector. Lo suyo no es la iniciativa, sino asegurar que las cosas caminen sin sobresaltos. Vale por eso revisar el comunicado de la misión diplomática, centrado en tres puntos: la persecución narcomigratoria y criminal que hoy obsesiona a los Estados Unidos en Centroamérica, la garantía de condiciones para la inversión empresarial extranjera y, para ello, el fortalecimiento de la recaudación y del gasto administrativo público.

    En materia de crimen, narco y migración, el comunicado diplomático alude a cuatro avances, escasamente asociados a este gobierno. El primero es la reducción del crimen, que, supongo, se refiere a la visible reducción de los homicidios en los últimos ocho años. Y vaya usted a saber si en efecto la criminalidad general ha bajado. El segundo es el progreso en ¡su propio Plan de la Alianza para la Prosperidad! El tercero es el procesamiento en tribunales de criminales de alta importancia. Yo, en mi ingenuidad, pensaba que los tribunales eran entidades del Organismo Judicial, no del Ejecutivo. El cuarto son las mejoras en seguridad y protección en el aeropuerto. Caben en un cuarto pequeño —tal vez en un baño mediano— los guatemaltecos a los que les afecta este asunto.

    El punto de agenda de inversión extranjera lo centra el comunicado en dos «logros». El primero es la calificación de crédito del país, factor de indudable visibilidad global, pero que, como ya dejó clara la debacle financiera del 2008, dice más de las expectativas de los inversionistas que de mejoras reales en la economía. El segundo apunta a la resolución de casos laborales ante la OIT y en el marco del DR-Cafta, un mecanismo que tiene todo que ver con comercio internacional y solo accidentalmente con el bienestar del trabajador, por la insistencia de algunos legisladores estadounidenses.

    El plato fuerte, con las más claras implicaciones internas, es el impositivo. Aquí la embajada llama la atención, primero, sobre la recuperación de los ingresos. Pero no se confunda: apenas corremos para quedarnos en el mismo lugar, que el tema es nada más recuperar lo que ya había y que Pérez Molina malbarató. Cuando toque ampliar los tributos y empiece otra vez el debate entre que paguen más los que más tenemos o que mejor paguen los que hoy no tributan, allí se verá la fuerza del valiente. Agrega en segundo lugar la mejora en el gasto administrativo (léase austeridad). Cuénteme algo que no haya visto siempre en los primeros seis meses de cada desafortunado gobierno en este reino de lo circular.

    Termina el comunicado con un postre y un digestivo. Primero, el dulce, el tratamiento del agua del lago de Amatitlán, que no porque Baldetti lo haya convertido en circo de negocios turbios debería ser asunto de estatura presidencial. Segundo, un amargo, el halago a la usurpación de funciones que practica el Ejército al construir carreteras y dotar escuelas con mobiliario. Un amargo tenebroso que, en el menor de los casos, remite al interés de Estados Unidos por mantener al Ejército como mandadero en la malhadada guerra contra las drogas y, en el peor, recuerda el interés persistente de algunos en ese país por reactivar el apoyo en equipo bélico a las fuerzas armadas.

    Entonces, todo el comunicado pudo plantearse en clave bíblica, como una parábola perversa que resume hasta aquí la gestión de Morales: «Siervo bueno y fiel, porque fuiste fiel en lo poco, te dejaré sobre lo poco».

    Original en Plaza Pública

  • Confesiones

    Si bien importa reconocer la humanidad de los más malos, resulta aún más importante no atribuir una falsa maldad ante la evidente imperfección de los buenos.

    En la secundaria, una vez robé algunos tubos de vidrio del laboratorio de química. Me encantaba calentarlos con un mechero y soplar burbujas de vidrio.

    En la universidad, en cierta ocasión equivoqué la fecha de un examen y no me presenté. Un médico amigo me hizo un certificado que decía que había estado enfermo y así pude tomar el examen en fecha extraordinaria.

    He perdido la cuenta de las veces que en el pasado negué cuando me preguntaron si quería factura. A veces aún me pasa cuando voy de prisa.

    En efecto, desde pequeño y hasta en lo pequeño resulto ser un practicante menos que ejemplar de las virtudes que promuevo. Mentira, robo, corrupción, evasión y elusión fiscal, no necesito escarbar demasiado para encontrarlo todo a escala enana en mi historia personal. Y eso que cuento solo los incidentes menos vergonzosos.

    Sin embargo, así como los años me han dado oportunidades de más para constatar mis muchas debilidades, también me han enseñado otra cosa: no soy muy distinto de la mayoría de las personas. Esto decepciona porque pincha el globo que Hollywood infla con tanto afán: ¡eres único, extraordinario! Pues no. Soy ordinario, bastante imperfecto y, encima, parecido a otro montón de gente.

    A pesar de todo, mi ordinariez tiene su lado bueno: las pulsiones que me mueven resultan ser también las que impulsan a otra gente. El tiempo ha puesto una y otra vez a prueba mi teoría de la mente de los demás. Constato casi siempre que las pistas que me ofrece mi introspección acerca de lo que otros quieren —en lo bueno y en lo malo— es bastante precisa, tan solo porque se parece tanto a lo que yo también busco para mi vida y mi familia. Lo que me cuesta y lo que me sale fácil tampoco distan mucho de los retos que enfrenta la mayoría de quienes me rodean.

    Esto importa mucho, aunque no sea decir que todo se vale. Primero, porque evoca la humanidad que subyace hasta en los hechores de los males más escandalosos. Ante la llamada virulenta a repartir penas de muerte nos recuerda que el marero, el político falsario, el militar corrupto y el empresario tramposo buscan lo mismo que usted y que yo: pagar las cuentas, tener éxito, que su familia los quiera y morir sin mucho dolor. Aunque en el camino pierdan el sentido del bien o aunque su inteligencia solo les sirva para engañarse racionalizando las peores atrocidades. Claro, hay enfermos —sociópatas, psicópatas, gente dañada por la mala suerte, la vida y la enfermedad— insensibles que han perdido contacto con las dimensiones básicas de su propia humanidad. Pero son los menos y fallamos en entenderlos, sobre todo porque no alcanza nuestra imaginación para concebir su torcido interior. Aunque cueste admitirlo, la resonancia entre nuestra interioridad y la de quienes hacen mal reclama cautela al juzgar, mesura al exigir castigo, flexibilidad para remitir las culpas: se parecen tanto a nosotros, tanto.

    Segundo, si bien importa reconocer la humanidad de los más malos, resulta aún más importante no atribuir una falsa maldad ante la evidente imperfección de los buenos. La común humanidad que atisbamos en nuestra introspección al compararnos con aquellos que criticamos debe prevenirnos contra la fácil asignación de una maldad y una malicia que no están allí. Ellos tampoco hacen sino vivir su vida lo mejor posible.

    Lamentablemente, esta es una llamada de alerta que algunos discursos políticos desoyen cada vez más, los cuales deshumanizan al contrincante con tal de traer atención a su causa. Lo vemos en el escenario global cuando, yaciendo muertos en el asfalto por igual ciudadanos y policías estadounidenses, algunos republicanos radicales se regodean tildando al presidente Obama de «odiador de policías». Importa más ganar puntos en la contienda del insulto político que reconocer la humanidad que comparten un presidente decente —con todo y su repertorio de debilidades políticas—, los ciudadanos y los servidores del orden público.

    Más cerca de casa lo vemos a diario en el racismo que atropella la dignidad básica de las personas indígenas, el humor barato que olvida que el sujeto despreciado también siente, igual que siente el que lo desprecia. A escala menor, lo vemos incluso en la altivez intelectual que consigna a los círculos más profundos de peculiares infiernos a quienes, hijos de su clase, limitados productos de su sociedad opaca, injusta y desigual, apenas aprendices de una nueva política, no hacen sino buscar formas mejores de ser y de hacer mientras cargan consigo —humanos al fin— la sombra de sus limitaciones.

    Original en Plaza Pública

  • A nadie le gusta perder amigos

    El objeto del ejercicio político no es mantenerse puro, por mucho que guste, sino asegurar que los propios alcancen el poder del Estado.

    ¡Pero cómo pasa el tiempo, usté! Expresión al ver que se nos ha ido ya medio año. Bien podrían estar usándola estos días en el gabinete de Jimmy Morales.

    En efecto, ya pasó (o se le fue) un octavo del tiempo que tenía este gobierno para hacer algo, bueno o malo. Se acabó hasta la luna de miel más generosa, y el gobernante ha demostrado ser lo que se esperaba: no tan malo como el anterior, incapaz de escapar de la pacatería social y política de su origen clasemediero, con algunos funcionarios buenos y también con gente muy oscura a su alrededor. Tranquiliza la estabilidad económica, usual en este país de ultraconservadurismo monetario, y preocupa el resurgimiento militar.

    Contra ese trasfondo de ni modo, aquí vamos, cada vez más gente pregunta, desde espacios políticos, en columnas de opinión, en redes sociales y en debates de los movimientos sociales, ¿ahora para dónde?, ¿qué sigue?

    La pregunta crítica nunca fue qué han de hacer Jimmy Morales y su gabinete. Su tarea era clara y la están desempeñando: mantener el rumbo conservador, sin sobresaltos, evitando que el tren se descarrile. La reciente victoria —que lo es— en materia del malhadado impulso por sacar a desfilar al Ejército sirve para subrayarlo: la máquina prueba los límites y ajusta para mantener la estabilidad. Ni tanto que queme al santo, etcétera.

    ¿Dónde está, entonces, la agenda? Seguramente no está en el Ejecutivo ni en la élite empresarial contenta con que se minimicen los daños al statu quo. El Ejército apenas intenta recuperar terreno mientras la Embajada y sus amigos se enfocan en tachar pendientes en la agenda narcomigraeconómica.

    Puestos contra esta pared del business as usual, sospecho, no queda más que seguir en el trabajo aburrido, en el tejido de relaciones y acuerdos entre gente lo suficientemente parecida para querer el mismo bien, aunque sean distintos en esas dicotomías que han hendido toda nuestra historia: urbano-rural, pobre-rico, indígena-mestizo, izquierda-derecha, gay-hétero, militar-civil, y así en todo. Toca amarrar la secular resistencia indígena con la persistente indignación urbana. Toca insertar el interés clasemediero como puente entre la miseria rural y urbana y el impulso comercial de algunos en la élite económica. Toca encontrar un lenguaje conciliador para que el machista miedoso que llevan dentro la mayoría de los chapines —élite, clasemedieros, indígenas y mestizos por igual— no huya horrorizado cuando descubra que el amor no es heterosexual por definición y menos por necesidad. Toca encontrar la moderación como virtud política ante los extremismos que se alían para reventarlo todo en mil pedazos.

    El problema es que el impulso extremista pareciera ser parte de lo que nos define como sociedad política. Hipócrita, traidor, solapado, cobarde: no tardan los epítetos de los amigos cuando alguien propone postergar la agenda radical en favor de la conciliación táctica. Al empresario de élite que tiende puentes, sus iguales lo condenan por acercarse a los manidos comunistas. Al activista progre no le hacen falta enemigos. Apenas se aparta de la estrecha senda radical, son los de su propio bando los primeros que lo descalifican: por su historia, por su extracción social, por la impureza de sus intenciones.

    Sin embargo, el objeto del ejercicio político (y sí, esto es político aun cuando no sea partidista) no es mantenerse puro, por mucho que guste, sino asegurar que los propios alcancen el poder del Estado. Entendamos: sin poder no se hará nada, ni bueno ni malo. Con poder se hace cualquier cosa, incluso lo malo —que no tiene nada de nuevo—. Conseguir ese poder pone una agenda con dos tácticas: por una parte, debilitar el mal poderoso; por la otra, fortalecer el poder del bien.

    Debilitar el mal poderoso es algo que ya emprendieron el MP y la Cicig. Hasta la Embajada de los Estados Unidos está en eso por sus propias razones. Y por ahora persisten en ello. Pero solo alcanza a quienes sean perseguibles. ¿Cómo disciplinar a los pícaros dentro del Congreso, en las instituciones, en las empresas, en los Gobiernos municipales, en la propia sociedad? Solo la ciudadanía llega allí.

    Fortalecer el poder del bien significa, primero, trabajar con gente que nos pone incómodos. Significa ganar adeptos. Hacerlo exige encontrar temas de consenso y, lo más difícil, dejar de lado temporalmente temas importantes, algunos puntos de agenda que prioriza cada uno, pero que no comparten todos. Quizá hasta se pierdan amigos —ojalá que no—, pero nadie dijo que la política —ni siquiera la mejor intencionada— sea bonita.

    Original en Plaza Pública

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